Ni Maquiavelo en la mejor de sus fantasías hubiera imaginado que la política del siglo XXI fuera un ejercicio absoluto de demagogia y táctica.
No hay que ser un lince ni un observador político para concluir que los profesionales de la cosa desprecian profundamente la verdad.
Da igual la ideología, la biografía e incluso el interés electoral del momento, pues se ha consagrado la idea de que hablar para el público y ofrecer proyectos en campaña electoral no tiene mayor relevancia.
Es clásico citar a Hannah Arendt en su fundamental Verdad y Política y su análisis de las relaciones irreconciliables entre ambas.
Que la verdad y la política no se llevan bien es evidente si uno analiza los compromisos de Boris Johnson o Pedro Sánchez por poner un caso.
Y personalizamos para que sirva de ejemplo, aunque bien pudiera extenderse a muchos gobernantes o aspirantes a serlos, que luego se disculpan con la realpolitik o lo que les susurran los consejeros áulicos.
Que la verdad y la política no se llevan bien es evidente si uno analiza los compromisos de Boris Johnson o Pedro Sánchez por poner un caso.
Es tan importante la táctica política, el desprecio al compromiso con el cuerpo electoral, que se ha llegado a plantear por algún opinador la interrogante si los políticos en definitiva están obligados a decir la verdad. O solo son propagadores de opiniones sugestivas que según el momento se plantean para regocijo y hermenéutica de comentaristas.
La política contemporánea es un show bussines. No es extraño que algunos opinemos que son más creíbles los programas del corazón que los debates políticos.
Cuando uno de los bustos electorales se pone muy serio mirando a la cámara televisiva para dar su palabra de que harán esto u otra cosa, hay que tomárselo a chirigota o cambiar de canal.
Y ya no necesitamos casi ni recurrir al estigma de las fake news, ni a la construcción llamada posverdad.
Basta con aligerar de manera contingente la importancia de lo que se dice y cuándo se dice para que los compromisos e incluso el relato fáctico se evapore en una simple opinión circunstancial. Más que políticos que buscan el contrato con la base electoral que les da vida, asistiremos a la prestidigitación o artistas del juego de manso.
Aquí te la enseño, aquí la quito, que ya veré qué carta juego según el caso.
Luego, los sesudos tertulianos y teóricos de la política se extrañan de que muchos votantes acudan con la camiseta del hooligan a la urna, se abracen a los populismos de ambos pitones o engrosen los que deciden los domingos electorales tomar largos y etílicos aperitivos para olvidar.