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EMPRESAS » Volvo y Jaguar Land Rover reverdecen laureles después de estar al borde del colapso. El respeto a sus raíces ha sido la clave de su éxito actual

Las fusiones y adquisiciones empresariales son procesos habituales y, de hecho, en auge en los dos últimos años y medio en el mundo corporativo. Cuando el crecimiento de una compañía queda estancado por vías orgánicas, es decir, cuando su propia capacidad para seguir aumentando sus recursos es escasa, la táctica pasa por hacerse más grande adquiriendo otras empresas. Si se quiere aumentar el grado de complejidad, la solución pasa por buscar una fusión con otra empresa del mismo sector y tamaño, para así crear una organización dominadora dentro de un sector.

Según un estudio de la Universidad de Harvard de EEUU, entre el 70%  y el 90% de este tipo de operaciones fracasan o, al menos, no llegan a los resultados esperados. En los porcentajes más amplios de esa horquilla se ubican las fusiones entre iguales. El sector de la automoción no está exento de este tipo de operaciones, como tampoco de su fracaso.

De hecho, uno de los mayores fiascos corporativos de la historia reciente tuvo como protagonistas a dos fabricantes de automóviles, Daimler y Chrysler. En 1998, la alemana se hacía con la estadounidense por 36.000 millones de dólares, en la que se definió como la operación que creaba el grupo automovilístico más rentable del mundo.

Nueve años y miles de millones de pérdidas después, Daimler se deshacía de Chrysler por 5.500 millones de euros. Sobre el papel, todo parecía perfecto: un gran volumen de fabricación, un enorme alcance dentro del mercado, fábricas en todo el mundo… Pero lo que falló, precisamente, fue lo que no estaba en los papeles: la cultura de dos empresas que hacían las cosas muy diferentes, con empleados muy distintos y directivos con mentalidades casi antagónicas.

La cultura corporativa puede que no sea lo suficientemente importante como para parar una fusión, pero sí para echarla por tierra una vez esté en funcionamiento.

La última década en el sector del automóvil ha estado plagada de ventas, compras y alianzas. La crisis financiera mundial condujo a un proceso de consolidación que, la quiebra técnica de General Motors, solo salvada por obra y gracia del gobierno estadounidense, no hizo más que acelerar.

Ford, que fue acumulando marcas durante la boyante década anterior, le vio las orejas al lobo.

Desde 1998 había creado una división, llamada Premier Automotive Group (PAG), en la que aglutinaba a sus marcas de lujo: Aston Martin, Jaguar, Volvo, Land Rover y Mercury. Diez años después, ya había dejado de existir. El detonante fue el ejercicio 2006. Ford lo cerró con las mayores pérdidas de su historia, casi 10.000 millones de euros. Primero se deshizo de Aston Martin, que por su tamaño, tampoco significó un gran remedio. Las curvas seguían llegando, y comenzaron los movimientos de envergadura.

En 2008, Ford se deshacía de buena parte del capital que tenía en la japonesa Mazda, y ponía a la venta Jaguar y Land Rover, dos de las marcas más prestigiosas dentro del segmento premium.

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Jaguar Land Rover

Compradores ¿Inesperados?

Dos históricas que, sobre todo en el caso de Jaguar, no le habían hecho ganar dinero: en 2006, la marca del felino perdió 700 millones de dólares. Conociendo el pedigrí de ambas enseñas, el mercado esperaba que fuesen a parar a un propietario con, al menos, un nivel de reconocimiento similar, a la altura de su historia, para garantizar su viabilidad.

En marzo de ese año, Ford confirmaba la venta de ambas empresas al fabricante indio Tata Motors, conocido entonces en el ámbito de la automoción por ser el responsable del Tata Nano, un microcoche que costaba 1.500 euros. Lo hacía por unos 2.300 millones de dólares, aproximadamente la mitad del valor que Ford empleó para su adquisición, pero suficientes para convertirse en la primera gran operación de compra realizada por un fabricante asiático de automóviles.

Jaguar Land Rover

Las reacciones no se hicieron esperar. Algunos distribuidores de Jaguar en EEUU anticipaban que la marca perdería todo su caché y su exclusividad.

Pero desde entonces, Jaguar-Land Rover ha cambiado los números rojos por unos beneficios operativos de 3.300 millones de euros, antes de impuestos, en el ejercicio fiscal 2014/2015, y en 2015 logró un récord de ventas, con el que rozó las 500.000 unidades vendidas.

Hace cinco años no llegaban a 250.000 unidades.

Además, su facturación se ha multiplicado por cinco desde 2009, y es, con diferencia, la unidad de negocio más rentable de Tata.

El secreto, como desvelan los expertos y demuestran los hechos, ha sido la libertad. Pese a tener a Tata por encima, los dirigentes indios no han querido borrar el carácter genuinamente británico de la empresa, y han hecho funcionar la compañía como un ente independiente.

Eso, y una inversión en nuevos modelos y tecnologías de casi 15.000 millones de euros, con los que, en lugar de ir a rebufo de los líderes del segmento premium, se ha desmarcado imprimiendo una personalidad propia, como con el Land Rover Evoque o el Jaguar F-Pace.

Hoy, Jaguar-Land Rover es una de las empresas con más fortaleza en  una Gran Bretaña desindustrializada. Allí tiene sus tres factorías y sus centros de I+D.

De Tata, aprovecha las economías de escala, que le permiten acceder a componentes y fases de producción más baratas. Y la empresa india, se aprovecha del conocimiento tecnológico, algunos los llaman expertise, de los británicos para sus variadas líneas de negocio.

Suecos con toque chino

La misma extrañeza que se desató tras la operación de Tata y Jaguar Land Rover se dio cuando, en 2010, Ford vendió la sueca Volvo, de la que era propietaria desde 1999, a la empresa china Geely por 1.800 millones de dólares, casi cuatro veces menos del precio que pagó.

Jaguar Land Rover

En 2009, Volvo había perdido 500 millones de dólares, pero vendía más coches y facturaba más que su nuevo propietario, que era el duodécimo en tamaño entre los fabricantes chinos. Los dos primeros años no mejoraron la situación. El presidente de Geely, Li Shufu, despidió al entonces primer ejecutivo de Volvo, Stefan Jacoby, por no cumplir con la estrategia. Con Hakan Samuelsson al frente, el fabricante sueco cumplió su parte, reduciendo costes, y a cambio, recibió una buena dosis de independencia, pese a que, como ha reconocido el propio Li Shufu a The Financial Times, el diseño interior de sus coches le parece “demasiado escandinavo”. Aún así, Geely ha respetado la identidad de Volvo, y se ha beneficiado de su conocimiento tecnológico, el que le llevó hace años a ser uno de los punteros en soluciones de seguridad.

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Jaguar Land Rover

Geely ha apuntado a la paciencia y a la humildad como las claves, y ahora ambas empresas trabajan codo con codo. Han desarrollado de forma conjunta, con especialistas de Goteborg y China, una nueva plataforma que está permitiendo a ambas marcas fabricar coches de distintos tamaños y compartir componentes, algo que requirió de una inversión de 11.000 millones. Además, parte de la producción, creciente, se produce en China, y esos vehículos a su vez se exportan a EEUU, uno de sus mercados clave para crecer.

Geely tampoco ha tenido prisa por hacer de Volvo lo que no ha sido nunca, un gran productor del nivel de BMW, Daimler o Audi, y ha mantenido una gama corta y estable, con los SUV como gran apuesta.

Todo ese trabajo se tradujo en 2015 en un récord de ventas: por primera vez en 89 años de historia, Volvo vendió más de medio millón de coches (503.127), con un aumento del 25% en EEUU. En el primer trimestre de este año ha registrado un beneficio operativo de 341 millones de euros. La intención de los suecos, y de sus dueños chinos, es que Volvo venda 800.000 automóviles en 2020 y, a medio plazo, que el 10% sean eléctricos.

Ejemplos de ese 30% de operaciones corporativas que sí pueden salir bien. Respetando la identidad y la libertad de actuación. Como ha declarado el presidente de Geely, Li Shufu, “Volvo tenía que educar a Geely”. Daimler y Chrysler no supieron. El jefe del Tata Nano y el duodécimo fabricante de China, sí.


‘Joint Venture’, la fórmula preferida

Cuando se trata de inversión asiática, sobre todo china, en fabricantes de automóviles occidentales, la fórmula más habitual es la joint-venture, es decir, la formación de una compañía conjunta para un determinado fin, como por ejemplo, fabricar y vender coches en China. Una fórmula que Geely descartó desde el principio para Volvo. Según afirmó su presidente, Li Shufu, a ‘The Financial Times’, en este tipo de fórmulas “la parte china persigue aprovecharse de la tecnología y del prestigio del socio occidental, mientras este solo persigue los beneficios”. Una de las ‘joint venture’ más longevas en el sector automotriz es la que une a PSA con Dongfeng, uno de los grandes fabricantes del país. En 2014, esta aumentó su participación en la compañía francesa hasta el 14%, la misma proporción que el gobierno francés y la familia Peugeot, con una inversión de 800 millones de euros.

Los motivos, según Dongfeng, tener una mayor presencia en el mercado global y tener un acceso directo a las tecnologías de Peugeot, sobre todo, las híbridas. El de PSA, “hacer más mejoras en sus productos para el mercado chino”.

Jaguar Land Rover
Dos magnates. En la izquierda, Ratan Tata, máximo responsable de la empresas a la que da su apellido. En la derecha, Li Shufu, presidente del grupo chino Geely Motors. FOTOGRAFÍA: FLEET PEOPLE / STUART ISETT / FORTUNE GLOBAL FORUM

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