No hace tantos años de aquello. Antes de que la pandemia acabara con todo, incluso con la propia Hertz, que tuvo que ser rescatada por el Gobierno de Estados Unidos, la compañía se enfrentó a una de las peores pesadillas que puede tener una empresa: la presencia en su Consejo de Administración de un inversor activista.
Se trata de una figura —una persona, en realidad— que compra acciones de una firma, tanto a título personal como a nombre de otros, para influir en las decisiones de una compañía tras acceder a un puesto en el Consejo de Dirección. Y quien hace esto no suele ser un mindundi.
En este caso se trató de Carl Icahn, un magnate con una fortuna superior a 5.000 millones que incluso logró apear al entonces CEO de Hertz.
La rent a car vadeó la situación como pudo e Icahn, de hecho, salió perjudicado en su apuesta porque la crisis de Covid-19, con el default de Hertz, le costó 1.600 millones de dólares en pérdidas.
La batalla con Icahn, una vez que Hertz fue rebautizada y comenzó a engrasar su actividad de modo adecuada, parecía cosa del pasado. Pero, en EEUU, y para una multinacional, solo hay una cosa peor que un ‘enfadado’ inversor activista: una class action o demanda colectiva.
Esto es lo que le acaba de suceder al gigante del alquiler de vehículos, que maneja una flota de unos 430.000 automóviles en todo el mundo.
Un nutrido grupo de accionistas de la compañía, que adquirieron títulos de la firma entre abril del año pasado y abril del actual ejercicio, se han unido para demandar al grupo por actuar, potencialmente, de manera engañosa y mentir sobre las operaciones en curso y las previsiones de la empresa.
El telón de fondo de la cuestión es de sobra conocido. El hoy defenestrado CEO de Hertz, Stephen Scherr, se embarcó hace dos años en una cruzada eléctrica que le llevó adoptar compromisos de compra por decenas de miles de vehículos eléctricos a Tesla y Polestar.
Pero la inestabilidad del mercado de coches eléctricos, con una velocidad de crucero mucho menor que la esperada, junto a políticas de reducciones de precios emprendidas por firmas como Tesla, hundió los valores residuales de los coches comprados por Hertz, lo que se ha traducido en pérdidas multimillonarias.
Los demandantes de Hertz alegan que el grupo mintió a sus inversores en relación con la demanda real de alquileres de coches eléctricos, y también la imputan una política “desenfrenada” de compra de automóviles eléctricos que, en su opinión, no tenía sentido alguno.
Hertz anunció en enero que se veía obligada a vender 20.000 vehículos eléctricos por su constante depreciación en el mercado, que sólo en relación con esas unidades representaba ya una pérdida neta de 245 millones de dólares.
Ese anuncio se tradujo de modo directo en una caída en Bolsa de casi el 4,5%.
Pero la gota que colmó el vaso fue la publicación de sus primeros trimestrales del año, en abril. La rent a car anunció un beneficio por acción de cerca de 0,3 dólares, tres veces menos que lo esperado por los analistas.
Además, los costes por la depreciación de sus vehículos aumentaron en 588 millones respecto de los del primer trimestre de 2023, y los de los eléctricos fueron de casi 200 millones.
Como consecuencia de ello, el batacazo bursátil de Hertz fue monumental: un 19,31% menos al finalizar abril pasado. Y la compañía no ha vuelto a levantar cabeza. Si el 1 de enero sus acciones cotizaban a 8,2 dólares por título, apenas se sitúan en 2,8 dólares a 6 de septiembre. Un batacazo monumental.
Hertz, obligada a anunciar que tendrá que vender otros 10.000 eléctricos más para limpiar su portfolio, trata ahora de reconducirse y ha efectuado una emisión de deuda de mil millones para captar más liquidez. Unos fondos que, más allá de servirle para gestionar sus operaciones, pueden ser insuficientes para cubrir una demanda colectiva que se avecina larga y, sobre todo, cara. Muy cara.