Nuestra feliz transición, pese a los dinamiteros de cualquier extremo político que pese, está por encima de toda duda en cuanto a su acierto y bienestar. Pero lógicamente el éxito tan rápido y sorprendente, que permitió la reconciliación y establecimiento de un régimen democrático-liberal, tiene algunos puntos oscuros.
La falta de tradición parlamentaria, unida al fantasma del frentismo que tanto gusta a algunos, no acaba de asentar prácticas que debieran estar por encima de cualquier bandería o contingencia. Es el caso del debate de la Nación, que se ha visto interrumpido, ora por la pandemia, ora por convocatorias electorales, pero en definitiva con la escasa voluntad que tiene el gobernante de turno por hacer del Parlamento el centro de la vida política.
Algunos consideran una antigualla, un juguete caro, el de las Cámaras de representación parlamentaria. Máxime porque la palabra y la argumentación son los ejes de la misma, frente al tiroteo de la redes sociales y del retuitear.
El escaparate donde el Gobierno tiene que ser examinado, escrutado por las diferentes fuerzas políticas, pero más aún donde se ponen sobre la mesa los asuntos que interesan a la ciudadanía, ha perdido su periodicidad y su necesidad.
Puro marketing el de la política contemporánea, pura utilización de técnicas de comunicación de masas, junto al paupérrimo nivel intelectual y grosor político de los principales actores. Y en estas estamos, tiempos en que se desliza como una sombra la idea de que todo da igual, de que las convenciones constitucionales y costumbres parlamentarias son algo para los libros de estudio del derecho político clásico.
«Algunos consideran una antigualla, un juguete caro, el de las Cámaras de representación parlamentaria»
El llamado populismo ataca a todos por igual, porque hay que ir a retratarse, señores, al Parlamento, tenga uno las mayorías que tenga; si no, el salto en pértiga y la búsqueda del refrendo emocional directo del pueblo está servido.
El abuso del Decreto-ley, del que ya tanto hemos hablado y que casi parece un tópico de los últimos gobiernos de la democracia, revela nuevamente la falta de aprecio hacia la institución parlamentaria y en contra del procedimiento legislativo clásico. Ese donde todo tiene que ser examinado por los órganos parlamentarios con debates, enmiendas, y con la aportación, transparencia, tiempo suficientes.
Mucho trágala normativo, muchas ocurrencias de quita y pon, y falta de sosiego para el BOE.
En busca del parlamentarismo o del tiempo soñado, y aquí, a diferencia de la magdalena de Proust, tendremos que volver a leer la Constitución y los brillantes debates que la precedieron. Pero eso hoy parece incluso más antiguo que el Cantar del Mío Cid.