Al bueno de John Randel Jr., los granjeros del Alto Manhattan le arrojaban tomates y coles podridas cuando veían que se acercaba con su caballo, cargado de extraños aparejos de medición. Pero él, inalterable, esquivaba los impactos, sacaba sus cuerdas y metros y continuaba midiendo las zonas por las que discurrirían las futuras calles de Harlem.
Corría el año 1811 y acababa de ser aprobado el Plan Urbanístico de Nueva York, que establecía una organización en manzanas rectangulares para los terrenos al norte de Houston Street.
Los responsables del Plan habían proyectado nada menos que ciento cincuenta y cinco calles y doce avenidas en unas tierras en las que, hasta entonces, apenas había senderos de barro y granjas desperdigadas. El ambicioso proyecto urbanístico estaba claro. Lo difícil era ponerlo en práctica.
Randel había sido contratado para la ingrata tarea de medir las tierras al norte de la ciudad vieja, que en aquel tiempo se hallaban repartidas entre un puñado de familias no muy propensas a negociar las condiciones de la expropiación. Los burócratas, demasiado cobardes para comprobar en persona cómo se las gastaban aquellos terratenientes, enviaron a Randel para que hiciera el trabajo sucio.
Cada mañana, cuando retornaba al lugar donde había terminado su tarea el día anterior, Randel se encontraba con todo su trabajo destrozado. Los mojones que iba clavando sobre la tierra y que marcaban el límite de las futuras calles aparecían reventados por los granjeros. Es de suponer que un granjero neoyorquino de principios del siglo XIX no debía caracterizarse precisamente por su diplomacia.
Además de recibir a Randel con la mencionada batería de verduras podridas, los terratenientes no dudaban en azuzarle a los perros o amenazarle con el cañón de sus escopetas. El cartógrafo, incluso, llegó a ser arrestado por allanamiento en varias ocasiones. Pero tan pronto como era puesto en libertad, retomaba sus bártulos y proseguía la labor que le habían encomendado. La tozudez de Randel es admirable. Una y otra vez, durante los casi 10 años que duró su trabajo de cartografía, se sobrepuso a los continuos inconvenientes hasta que por fin pudo completar su meticuloso mapa.
El resultado fue alabado por los urbanistas de la época, que se basaron en el trabajo de Randel para darle a la ciudad de Nueva York su forma definitiva. Sin ninguna duda, se trataba de un mapa de una gran precisión, que quizá solo contaba con un defecto reseñable: La falta de espacios verdes.
Tardó 10 años en cartografiar Nueva York. Midió las tierras a pie
Esta carencia fue convenientemente compensada en el año de 1853, cuando las autoridades determinaron la creación de un enorme parque entre la Quinta y Octava avenidas, desde la calle 59 hasta la 110: El majestuoso Central Park.
Es precisamente allí, dentro del parque, justo en la esquina fantasma en la que deberían haberse cruzado la Sexta avenida con la calle 65, donde aún podemos observar uno de los postes con los que Randel delimitó el recorrido de las futuras calles.
Se trata de un simple poste de hierro, clavado sobre una roca. Pero el hecho de que haya permanecido allí más de doscientos años, con todos sus días de lluvia y tormenta, indica la seriedad con la que el bueno de John Randel Jr. se tomaba su trabajo.
Enrique García es periodista y profesor del Instituto Cervantes en Nueva York