En un mundo plagado de nuevas aplicaciones y servicios de transporte digitales, no piensen que ellos son newcomers. Aunque no les suene su nombre. Lyft efectuó más de 30 millones de desplazamientos en automóvil con sus chóferes asociados y es el segundo operador de ride-hailing, después de Uber, con cientos de millones de desplazamientos desde su origen y presencia en 300 mercados, aunque uno de ellos no sea España.
La compañía debutó en Bolsa en el índice Nasdaq el pasado 29 de marzo con un valor por título de 72 dólares, en la que se ha constituido como la principal salida a Bolsa de un operador de la nueva ola del transporte, de la denominada por algunos como economía colaborativa del transporte, lo que ha disparado la atención de medio mundo.
Lyft realizó una oferta pública de acciones (IPO, en sus siglas en inglés) algo desorbitada. Pensaba que suscribiría la cantidad suficiente para alcanzar un valor de mercado de al menos 20.000 millones de dólares, aunque todas las valoraciones previas de mercado aportaban a la empresa una capitalización inicial aproximada de 15.000 millones de dólares, un 25% menos.
Con varios ilustres entre sus accionistas de referencia, como General Motors, que maneja casi un 8% del capital de la empresa, Alphabet (Google) con algo más del 5% y la empresa de distribución comercial Rakuten, que por ejemplo patrocina al FC Barcelona, con más del 13%, la compañía ha tenido que asumir cómo se desinflaban, en pocos días, sus aspiraciones hegemónicas.
Al final, se trata de definir la gran diferencia entre gestionar un negocio que funciona bien o un auténtico blue chip que pueda proporcionar un cambio real en el mercado. La mayoría de nuevas empresas que salen a Bolsa consideran que sus negocios son únicos y que cambiarán la historia de una determinada actividad económica. Pero es el mercado el que pone a cada uno en su sitio.
En el caso de Lyft, además, sus resultados no han acompañado mucho.
Más allá de ello, su problema en este momento reside en las herramientas disponibles que posee o que existen para dar la vuelta a una realidad financiera más bien endeble, conocida poco antes de debutar en Bolsa.
No era lo esperado
Lyft generó unos ingresos de 2.200 millones de dólares en 2018, lo que representó duplicar su misma cifra del año anterior. Sin embargo, las pérdidas de la compañía fueron gruesas: un total de 911 millones de dólares que incrementaron notablemente los 688 millones de resultado neto negativo que experimentó un año antes, en 2017.
El gran inconveniente de Lyft es que esos resultados no eran, ni mucho menos, los que se creía que tendría la empresa. Y se conocieron poco antes del debú bursátil. El analista Jake Fuller, de la firma Guggenheim, dio en el clavo pocos días antes de la oferta de venta pública de acciones de la empresa: “Vemos cuatro vías de rentabilidad para Lyft: reducir lo que se paga a los conductores, quitar incentivos, reducir los costes de seguros o virar hacia coches autónomos”.
Según Fuller, los dos primeros serían muy duros de aplicar en un mercado tan competitivo, en tanto que el tercero podría no ser suficiente como medida unitaria y al cuarto “le quedan 10 años para empezar a ser tenido en cuenta”.
El valor por acción de Lyft alcanzó un pico de unos 75 dólares y en este momento bordea los 60 dólares, después de caer incluso por debajo de los 55 dólares. Los próximos meses y, sobre todo, con qué cuentas concluya Lyft el ejercicio en curso, serán clave para dilucidar cuál es el futuro real de esta empresa de servicios… ¿Una más?