Imagínese que un día lo llama su hijo, o su hermano, o su pareja, alguien a quien usted quiera y le confiesa, con voz apesadumbrada: “He vendido mi imaginación”. Suena orwelliano, ¿verdad?
Pues es el mundo en el que ya vivimos.
Érase una vez, hace no tanto en realidad, que uno podía dirigirse a una sala de cine, comprar una entrada y ver la última de… Ese de… podía ser sustituido por un montón de nombres: de Spielberg, de Scorsese, de Almodóvar, de Haneke, de los Coen… De… lo que fuera.
Ahora, ahora de ahora, la única manera de ver la última de los Coen (de hecho de un Coen, Joel, porque Ethan ha dejado el cine por el teatro y el binomio de oro se ha separado finalmente) es pagar una suscripción a Apple TV+.
Usted dirá, tal vez, pues bueno, pues vale. Como siempre, ¿no? Pagas y la ves. Es más, hasta podría argumentar que, leches, paga una suscripción y se lleva la de los Coen y mucho más.
Pues… sí. Pero acérquese, acérquese y miremos bien de cerca las consecuencias de lo que estamos hablando. Porque son bien interesantes. E inquietantes.
Resulta que usted tiene que pagar la suscripción de Apple TV`+ para ver el Macbeth de Joel Coen. Como es de las baratitas, pues la broma se queda en cinco euros al mes. ¿Qué poco, no? La mitad de una entrada de cine. Un chollo.
Ahora imaginemos que damos un salto en el tiempo. De 20 años, por ejemplo. Usted está con su nieto y le quiere descubrir aquella película que tanto le maravilló: el Macbeth de Joel Coen. Si las cosas siguen exactamente como están hoy, la broma le habrá salido en lo siguiente: 4,99€x12x20.
Oséase, 1.197 euros.
Usted dirá que hago trampa, que durante esos 20 años ha disfrutado en Apple TV+ no de cientos, sino de miles de series y películas que enanizan esos 1.197 euros que se ha gastado. Muy bien, muy bien, pero… ¿Qué películas y series han sido esas? Se lo digo yo, las que Apple TV+ le ha ofrecido; no las que usted ha elegido.
Peor aún, la última de los Coen y la aún por estrenar de Scorsese son de Apple, pero la anterior de ese mismo director, El irlandés, es de Netflix.
¿Empieza a vislumbrar el problema?

El problema es que esos 1.197 euros, traducidos a blu-rays, por ejemplo, y poniendo un precio medio por blu-ray de 15 euros, son casi 80 películas. 80 películas en comparación a lo que ofrece de base cualquier plataforma es una ridiculez extrema; salvo que se le añadan dos epítetos. El primero es elegidas; es decir, que nacen de un criterio personal, un criterio que se habrá macerado, con los años, en una dieta nacida de un gusto y de haber probado un cierto abanico cultural.
El segundo epíteto clave es propias; soy de los que defiende, y ya les hablaré de ello algún día, el fin del capitalismo. El fin del capitalismo pasa, irremediablemente, por el fin de la propiedad privada; un concepto que se nos antoja imposible pero que en realidad ya vamos asumiendo. Usamos WhatsApp, Gmail, Facebook, Netflix, Disney +, Cabify… A veces pagamos, y a veces no, pero no somos dueños de este servicio. Somos usuarios.
El problema de esta realidad se da cuando analiza las cuestiones del legado y la memoria; lo que va a transmitir, en fin, a las siguientes generaciones, sea por la vía más directa (los hijos), o por la que toque en su contacto con los que vienen por detrás.
Mi padre ha sido siempre un gran cinéfilo; y mi hermano y yo también lo somos. Nuestra cinefilia se forja en tres sagradas letras: VHS.
Mi padre acumuló muuuuuchos centenares de películas, escogidas con un criterio histórico, panorámico, que permitiera a quien quisiera adentrarse en ese dédalo de celuloide, pasado por el filtro granular de las cintas, tener una guía de qué es el cine, saltar de Abel Ganz a Coppola, de Hawks a Spielberg, de Kurosawa a Kitano. Mamar eso de niño es maná para la mente.
Yo, que soy papá, intento hacer lo mismo con mi hijo. Intento darle cultura, variedad, criterio, gusto por muchas cosas; que pruebe; que elija lo suyo; pero que conozca la amplitud y variedad de la dieta. Pero ya me encuentro con la inercia de los servicios; conque es mucho, pero mucho más fácil llevarse por el menú de Disney Plus, HBO, Netflix, Amazon… que desempolvar un viejo DVD y enfrentarlo a tal película que yo escogí por el motivo X.
Esa misma película, a lo mejor, está disponible en algunos servicios. A lo mejor; y a lo mejor no. La angustia está en ese a lo mejor no; y no tanto en los a lo mejor no que conozco, pues el mercado del vídeo doméstico, aunque herido de muerte (se ha contraído desde 2008 un 86%), sigue siendo un mercado; vamos, que uno puede comprarse El irlandés en blu-ray, por si no lo sabían; que probablemente no lo sabían.
Pero qué pasa con todas las que no conozco. En ellas no tengo la alternativa de buscarla en blu-ray; porque se me han escapado. Y si se me han escapado tampoco tengo manera de compartirlas.
Por eso les digo que esta estrategia de ¡No toques a mi Spielberg!, de contratos millonarios y exclusivos con grandes artistas que se bloquean bajo muros de suscripción, es algo más que la última moda de la industria del entretenimiento. Es un seísmo cultural de consecuencias impredecibles. Tal vez el nuevo Béla Tarr es un oscuro cineasta que estrenó una vez un filme fracasado en Netflix que apenas nadie vio y que pocos, muy pocos, podrán desenterrar como la joya que fue cuando el tiempo obre su milagro de poner las cosas en el lugar que merecen.
Mi miedo es que ese milagro se esté desvaneciendo.
https://fleetpeople.es/esperanza-2022-edition/










