Pocas islas en el mundo deben de haber sido tan exploradas y agujereadas como la de Manhattan, de modo que, si alguna vez llegó a haber algún cofre enterrado, lo más probable es haya sido saqueado hace ya bastante tiempo.
Sin embargo, no muy lejos de Manhattan, hay un pequeño recodo sobre el mar donde la gente va aún a buscar tesoros. Es un lugar muy poco concurrido, que ofrece cierta tranquilidad en medio de la caótica rutina de Nueva York. Se trata de Dead Horse Bay. La bahía del caballo muerto. Ya solo por el nombre, el lugar se merecería una mención destacada en una novela de Robert Louis Stevenson.
A pesar del espantoso topónimo, no hay caballos muertos en la bahía y sí, debido a un curioso capricho de las corrientes marinas, montones de restos de naufragios.
A los desechos que arrastra el mar hay que añadir, además, las basuras que los vecinos han ido desparramando a lo largo de décadas. Una botella más o menos, debieron pensar, no afectaría demasiado el paisaje de una playa abandonada y de difícil acceso a la que, de todas maneras, nunca iba nadie.
En las últimas décadas del siglo XIX y hasta los primeros años del siglo XX, proliferaron en torno a la bahía numerosas fábricas que se dedicaban a procesar los restos de animales muertos (entre ellos, caballos, de ahí el nombre de la zona) para producir fertilizantes y otros derivados. Dead Horse Bay era el último destino de casi todos los animales de carga que se utilizaban en Manhattan, en los años que precedieron a la aparición del automóvil.
Poco a poco, las fábricas se fueron abandonando y de ellas solo quedaron unas ruinas indefinibles, junto a los restos industriales que los trabajadores fueron desperdigando, sin demasiada conciencia ecológica, por el área. Tal era la cantidad de porquerías acumulada en la zona, que cuando se construyó uno de los puentes que comunicaban aquellas islas remotas de Brooklyn, se optó por emplear aquellos desechos para cimentar la carretera.
En cualquier caso, los años fueron pasando, y los objetos que nadie quería poco a poco se fueron convirtiendo en interesantes antigüedades. Es muy probable que los mismos descendientes de los neoyorkinos que iban a la playa a tirar desperdicios, sean los que ahora visitan la zona en busca de una valiosa antigualla de algún descuidado tatarabuelo. La ciudad de Nueva York tiene estas cosas.
Lo cierto es que en los últimos años, Dead Horse Bay se ha convertido en un lugar de especial interés arqueológico. Se han reportado hallazgos de botellas de más de un siglo de antigüedad y, muy de vez en cuando, también han aparecido alguna joya y piedras preciosas. Incluso, en un artículo del The New York Times se llegó a decir que la playa era un lugar de visita obligada para los trabajadores de las joyerías más exclusivas de la ciudad, que recorrían el lugar en busca de algún pedrusco que algún incauto hubiera despreciado por error. Conociendo los gustos exclusivos de los neoyorkinos pudientes, no parece muy creíble, pero como leyenda urbana tiene cierto encanto.
Aunque todo va a parar a Dead Horse Bay, la mayoría de los restos que se pueden encontrar, sin embargo, son botellas antiguas. Casi todas rotas, algunas intactas… los vidrios se desperdigan por la playa, convirtiendo aquella orilla del Océano Atlántico en el peor lugar al que jamás podría llegar la botella desesperada de un náufrago: Hay tantas botellas que nadie le haría ningún caso.
Además de estos recipientes, en la playa permanecen abandonados los cascotes de al menos cuatro embarcaciones que encallaron cerca de la zona y que nadie se preocupó por recuperar. Llegar a Dead Horse Bay ya no es tan difícil como hace algunos años. Sigue siendo un lugar inhóspito pero algunos autobuses metropolitanos, como el Q35, pasan relativamente cerca y desde la última parada hasta la costa tan solo hay que andar unos centenares de metros.
Manhattan queda a la espalda de la playa, bastante lejos, de modo que resulta muy difícil adivinar los rascacielos desde la bahía. En cambio, al otro lado de la costa se adivina el parque de Jacob Riis Park, con algunas de las mejores playas de la ciudad de Nueva York y un poco más allá, la frenética zona de Brighton Beach.
Es posible que todos los tesoros que merecían la pena ya hayan sido encontrados antes por otros buscadores pero, en caso de que el visitante no haya encontrado ninguna antigüedad destacable, siempre queda el consuelo de las vistas desde la playa, no del todo malas si, apartando los pedazos de botellas rotas, se encuentra un buen lugar para sentarse.