La deslumbrante actriz, nacida allí en 1901, sufrió los tremendos cambios de la capital alemana, pero guardaba recuerdos felices.
Si hay una ciudad donde el pasado se te pega al alma es Berlín. El 9 de noviembre se cumplirán treinta años de la caída del Muro que dividía la metrópoli en dos sistemas enfrentados. Desde entonces, alemanes y extranjeros no han dejado de asombrarse ante miserias y tesoros que escondía aquel telón de acero, cemento, alambradas y torres-vigía, erigido en 1961.
Hoy, parte del Muro se ha convertido en la mayor exposición de arte al aire libre del mundo: la East Side Gallery. Más de un kilómetro para expresar el rechazo a las dictaduras y el homenaje a la libertad. Pintores y grafiteros han llenado de color el icono que desgarró familias. En la Ackerstrasse, brutalmente cortada por la irracional barrera, se puede visitar el Monumento a sus víctimas, la moderna Capilla de la Reconciliación, destruida por la Alemania comunista, y el Centro de Interpretación, uno de los mejor documentados, con fotos impactantes de los intentos de huida.
La cicatriz de la división se palpa también en el puesto de control que existía entre los dos Berlines: el Checkpoint Charlie, en la Friedrichstrasse; en la actualidad, una de las calles del nuevo centro. Por un euro, el turista se puede fotografiar entre dos figurantes que asemejan soldados de la Guerra Fría, un norteamericano y otro soviético. La diferencia es que ahora sonríen. Como el Berlín, capital de la República Federal unificada, que en estas tres décadas se ha convertido en referente de la arquitectura, el urbanismo y la vanguardia cosmopolita. El ejemplo más claro es el Reichstag, construido en 1894 como Parlamento del II Imperio Alemán y después, de la República de Weimar. Incendiado misteriosamente con la llegada de Hitler, bombardeado durante la II Guerra Mundial y abandonado a su suerte, cuando el Bundestag se instaló en Bonn, capital provisional, a partir de 1949. Tras la reunificación, se trasladó a Berlín. El resultado es la gran sede que aúna clasicismo y modernidad. La cúpula de cristal de Norman Foster permite contemplar el trabajo de los diputados y la extensa ciudad: el innovador barrio del Gobierno Federal, el inmenso parque del Tiergarten, los puentes del río Spree o la ostentosa antena de televisión del antiguo Berlín Este.
Otro magnífico ejemplo de cómo resurgir de las cenizas es la Puerta de Brandemburgo, deteriorada y en tierra de nadie, durante la autodenominada República Democrática Alemana. La columnata neoclásica, coronada por una cuadriga, está enclavada ahora en la zona más elegante. Embajadas y lujosos comercios nos acompañan por el paseo, bajo los tilos, en la selecta Avenida Unter den Linden, que culmina con la estatua ecuestre de Federico el Grande de Prusia.
Hemos dejado la célebre Isla de los Museos, que merecería un viaje dedicado solo a admirar la Calle de las Procesiones de Babilonia, el Altar de Pérgamo, la Puerta de Mileto, el busto de Nefertiti o el esplendor de la Sala de Alepo. Y nuestra capacidad de sorpresa no se agota.
Estamos ante el sumun del transformismo: donde estaba la Cámara del Pueblo, de arquitectura soviética, ha emergido —no exento de polémica— el Palacio prusiano de Berlín, recuperando su lugar original. Por eso, siempre tengo una maleta para volar a esta gran urbe.
Sus prodigiosos cambios nos dejan buenos recuerdos, como los de la maleta de la mítica Marlene.