Lo primero que le dijeron a un amigo cuando empezó a vivir en Roosevelt Island es que saliera de allí cuanto antes.
—Es una tumba—, le advirtieron.
Y se marchó.
Apenas llegó a vivir allí unas semanas, aunque, según me aseguró, aquella advertencia no tuvo nada que ver en su decisión de mudarse.
A pesar de estar en el centro de la ciudad de Nueva York, entre los barrios de Queens y Manhattan, la isla de Roosevelt no suele aparecer en las películas ni en los mapas de los turistas, y muy pocos forasteros han oído hablar de ella.
A decir verdad, tampoco los neoyorkinos le prestan demasiada atención, y para la gran mayoría no es mucho más que un islote olvidado en medio del East River.
La comunicación no es fácil. No existe acceso directo a la isla desde Manhattan en coche y para llegar a ella hay que cruzar al otro lado del río y callejear después por los arrabales de Queens.
El puente de Queensboro atraviesa Roosevelt Island sin que haya un solo desvío, como si los ingenieros se hubieran olvidado de que que allí había una isla y solo hubieran visto un montón de tierra sobre la que apoyar uno de los pilares del puente.
No podemos culparlos. Hasta hace apenas medio siglo, los edificios más representativos de la isla eran un manicomio y un hospital para enfermos de viruela.
Pero a pesar de este aislamiento (o quizá precisamente por eso), Roosevelt Island es uno de mis lugares favoritos de Nueva York. El antiguo manicomio se ha transformado en un lujoso edificio de viviendas y alrededor de las ruinas del hospital se ha levantado uno de los jardines más tranquilos y con mejores vistas de Nueva York.
En la isla no hay museos. Tampoco hay cines ni tiendas de moda. Por no haber, prácticamente no hay coches.
Una sola calle recorre la isla de norte a sur. Por ella apenas pasan cinco o seis vehículos por minuto, una frecuencia similar a la que podría haber en una calle de cualquier ciudad de provincias y que contrasta con los insufribles atascos de las avenidas de Manhattan, unos centenares de metros más allá, al otro lado del río.
A mediados de los años setenta, se trató de paliar el histórico aislamiento de la isla y se inauguró un teleférico que la conecta con la calle 60 en menos de cinco minutos. En su día, se trató del único teleférico que existía en los Estados Unidos, circunstancia que sirvió a la isla para empezar a hacerse un hueco en las guías turísticas de Nueva York.
Poco a poco, gracias al teleférico o a la estación de metro que se construyó hace tan solo 25 años, la isla de Roosevelt ha ido dejando de ser una tumba para convertirse, simplemente, en un lugar tranquilo. Y eso en Nueva York es algo ciertamente excepcional. Una agradable anomalía en la ciudad que nunca duerme.
Enrique García es periodista y profesor del Instituto Cervantes en Nueva York