En el año 1891, el compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski recibió una propuesta difícil de rechazar. Andrew Carnegie, un magnate estadounidense que había hecho su fortuna en la industria del acero, se dirigió a él para ofrecerle el sueldo de todo un año, 5.000 dólares, a cambio de trabajar para él durante cinco días.
Lo único que tenía que hacer era dirigir los conciertos de inauguración de la nueva sala de conciertos que Carnegie había construido en Nueva York, a pocas calles de Central Park.
En aquellos días, mientras preparaba con impaciencia su viaje a Estados Unidos, Chaikovski anotó en su diario algunas dudas que revoloteaban por su cabeza.
El artista se planteaba detalles aparentemente triviales, como si sería seguro beber el agua directamente del grifo en América, el tipo de cigarrillos que fumaban los neoyorkinos o si habría lugares donde pudiera hacer su colada.
Solo al final de la lista de preguntas, aparecía una cuestión relacionada con la tarea por la que se la había contratado: “¿Será buena la acústica de la sala?”.
Para aquella sala de conciertos, Carnegie no reparó en gastos. Si alguien podía hacerlo, era él, el único magnate capaz de rivalizar en beneficios con el mismísimo John D. Rockefeller.
Aquel teatro sería el legado definitivo del millonario a la ciudad de Nueva York, una sala que rivalizaría en prestigio con los escenarios europeos.
No solo se dio el capricho de contratar a Chaikovski para la inauguración, ofreciéndole prácticamente un cheque en blanco, sino que además abarató al máximo las entradas —cada una de ellas se vendía solamente a un dólar—, con el objetivo de que todos los neoyorquinos pudieran acudir al estreno de la sala.
La entrada del Carnegie Hall, en Nueva York. FOTOGRAFÍA: ALEKSANDER
Para la construcción de la sala de conciertos, Carnegie contrató a un joven arquitecto, William Burnet Tuthill, que además era un destacado chelista. Es posible que esa sensibilidad musical ayudara a Tuthill a la hora de diseñar la sala de conciertos perfecta.
A lo largo de varios meses de trabajo, estudió los principales teatros europeos. Y no solo se limitó a analizar sus planos. En los archivos del Carnegie Hall se conservan los cuestionarios que Tuthill envió a los directores de los teatros, y en los que les consultaba aspectos tan dispares como el aforo, el precio del terreno sobre el que estaban construidos o si recibían algún subsidio del gobierno.
Una vez que Tuthill reunió toda la información, descartó las cosas que le desagradaban y mejoró las que le gustaban. El resultado, aún hoy, es un teatro sorprendente. En palabras del prestigioso violinista Isaac Stern, “en cualquier sala de conciertos, la música mejora a una sala, excepto en el Carnegie Hall. Allí, la sala mejora a la música”.
Por todo ello, desconocemos si Chaikovski pudo resolver sus preguntas referentes al tabaco o a la colada en Nueva York. Aunque, a decir verdad, con el generoso salario que recibiría de Carnegie, el músico ruso bien podría haberse comprado su propio estanco o una lavandería en el Bajo Manhattan.
Sin embargo, con respecto a su duda sobre el sonido de la sala, podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que el compositor debió quedarse impresionado.