Decía Frida Kahlo que, en su vida, había sufrido dos accidentes. El primero fue el descarrilamiento de un tranvía, que la dejó postrada en la cama durante meses y le causó penosas secuelas. El segundo fue haber conocido a Diego Rivera, con quien llegó a casarse dos veces, después de una sucesión de desavenencias y reconciliaciones. Según ella misma reconoció, el accidente más doloroso fue el segundo.
La afirmación de Frida da una idea de la dificultad del carácter de Rivera, el más famoso de los muralistas mexicanos del siglo XX.
Después de una retrospectiva en el MoMA en 1931, la fama de Rivera en Estados Unidos se disparó. Fue así como lo conoció el joven Nelson Rockefeller, uno de los herederos del poderoso imperio petrolífero de su abuelo, J. D. Rockefeller.
En aquellos años, Nelson estaba supervisando la construcción del Rockefeller Center, un proyecto apabullante para el que ambicionaba contar con los mejores artistas del momento. Sin embargo, aquel imberbe millonario solo conocía el innegable talento de Rivera, aunque no estaba al tanto de su carácter.
Resulta sorprendente cómo uno de los magnates más poderosos de la Gran Manzana pudo llegar a contratar a un artista que pasaba por ser un comunista militante y que no dudaba en plasmar sus ideas revolucionarias en sus gigantescas obras. Se suele decir que los extremos se atraen, y, en efecto, cuesta pensar en la colaboración de dos figuras más opuestas en lo ideológico.
Lenin en Nueva York
El pintor mexicano le presentó al heredero un boceto, titulado El hombre en la encrucijada, en el que destacaba un personaje central abrazando un átomo, flanqueado a su vez por dos grupos diferenciados de personas. A su derecha, algo degradados, se observaban unos hombres trajeados que representaban al capitalismo, mientras que a su izquierda aparecía una comitiva de orgullosos obreros.
Sorprendentemente, Rockefeller aprobó el diseño y Rivera comenzó a pintar su obra en el vestíbulo del Rockefeller Center. Cuando los primeros periodistas se acercaron a ver el trabajo de Rivera, se llevaron las manos a la cabeza.
Uno de ellos no dudó en titular, al día siguiente, “Rivera pinta comunismo, Rockefeller paga”… y es que el pintor mexicano había decidido incorporar un nuevo personaje en el mural. Se trataba de un retrato de Lenin, que aparecía liderando la masa de obreros.
Nadie podía entender cómo Nelson Rockefeller había consentido aquella alegoría de Lenin en el corazón de Nueva York.
Furioso ante aquella triquiñuela de Rivera, Nelson Rockefeller decidió cubrir el cuadro, que permaneció oculto por unas lonas durante meses hasta que, finalmente, decidió destruirlo. Rivera, por su parte, recogió sus bártulos, cobró la totalidad de lo acordado y se marchó a Mexico, dónde pintó un nuevo mural inspirado en los mismos bocetos que había presentado a Rockefeller. El cuadro, titulado El hombre controlador del universo, se puede admirar hoy, Lenin incluido, en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México.
La temeridad de contratar a Rivera apenas le supuso mayores consecuencias a Rockefeller, que acabó siendo, décadas más tarde, vicepresidente de Estados Unidos. A Rivera, por su parte, al menos le quedó la certeza de que la pobre Frida no fue la única persona a la que desesperaron sus arrebatos.