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Historias de Nueva York: Etiqueta 124

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Enrique García
Enrique Garcíahttps://cervantes.academia.edu/EnriqueGarc%C3%ADa
Periodista y filólogo, Enrique García ha sido profesor de Español en el Instituto Cervantes de Nueva York durante años, después de pasar por lugares tan dispares como Brasil, Italia o Polonia. Con bases en este momento a caballo entre Madrid y Mallorca, García aporta a Fleet People visiones bellas y cotidianas, pero sobre todo diferentes, de la ciudad de los rascacielos. En la sección EXTRA de la versión impresa, el automóvil es generalmente su punto de fuga habitual.

Siguiendo con el protocolo, fue identificado con la etiqueta número 124. El equipo de rescate anotó que se trataba de un varón de unos 50 años, de pelo claro y con bigote. En el cuello de la chaqueta llevaba bordadas tres iniciales: J. J. A. Entre los objetos de la víctima se consignó un reloj de oro, un anillo con tres diamantes y 2.500 dólares en los bolsillos. La identificación de aquel cuerpo fue, seguramente, la más sencilla. No tanto por las iniciales de la chaqueta, sino por la gran cantidad de dinero que llevaba consigo. Aquel cadáver solo podía ser el del hombre más rico del mundo, John Jacob Astor, viajero de primera clase en el RMS Titanic. J. J. Astor era miembro de una de las familias más importantes de Nueva York.

Su abuelo había hecho fortuna importando pieles de Canadá para la burguesía neoyorquina y con los beneficios, había adquirido una enorme cantidad de terrenos en una ciudad que, en aquella época, aún estaba en construcción.

J. J. Astor trató de recorrer su propio camino, lejos de la protección del dinero familiar y no cabe duda de que lo consiguió.

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Con apenas 30 años, publicó una novela de ciencia ficción que gozó de cierta popularidad y que le reportó unos beneficios que invirtió después en desarrollar sus propios inventos, como un freno para bicicletas y un complejo sistema de asfaltado.

En el año 1897, en unos terrenos que habían pertenecido a su abuelo, J. J. Astor planificó la construcción del hotel Astoria, que fue erigido justo al lado del hotel Waldorf, propiedad de su primo William Waldorf Astor. Al poco tiempo, los primos acabaron asociándose y crearon el complejo Waldorf-Astoria, el hotel más lujoso del mundo.

Los tabloides de finales del siglo XIX se encargaron de exagerar los lujos de aquel hotel familiar: “En pocos palacios del Viejo Mundo —decían— podrá encontrarse la elegancia y suntuosidad que ofrece el Waldorf-Astoria”.

Y, aunque pueda parecer excesivo, lo cierto es que, repasando hoy las características de aquel hotel, es fácil comprender la impresión que causaba en la época. Baste decir que tenía más de mil habitaciones, generosamente decoradas, y que la mayoría de ellas contaba con baño y teléfono propio (en una época en la que lo habitual era compartir el excusado y tan solo cinco años después de que Bell hubiera hecho la primera llamada telefónica en la historia).   

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La idea de Astor, sin embargo, no era tanto la de construir un lugar elegante donde dormir, sino la de ofrecer a la cada vez más numerosa burguesía neoyorquina un lugar de encuentro para pasar el rato, cerrar negocios, beber cócteles y esconder romances.

Durante años, los millonarios de Nueva York y los que aún no lo eran pero no tardarían en serlo, se citaron, bebieron y bailaron en los salones del Waldorf-Astoria.

El desastre del Titanic acabó con la vida de Astor, pero ahí quedó su legado.

El barco más lujoso del mundo acabó hundido en el fondo del mar sin ni siquiera llegar a puerto, pero el hotel más lujoso, más de cien años después, aún sigue organizando fiestas y bailes en sus salones.

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