Supongo que en aquella época vender por un puñado de dólares un convento medio ruinoso era aún considerado un buen negocio. Supongo, también, que algunos lugareños celebrarían con orgullo aquel feliz intercambio porque, al fin y al cabo, ellos se quedaban con el dinero y el americano se marchaba complacido con un puñado de piedras viejas.
Aquel americano que cambiaba billetes por piedras se llamaba Arthur Byne.
Llegó a España en 1910 y en realidad sabía de historia y de patrimonio lo mismo que los incautos que le vendían sus iglesias. Nada. Su único objetivo era comprar cosas viejas en España y revendérselas a buen precio a los magnates estadounidenses.
A pesar de ser el mayor expoliador de arte español de la historia, Byne fue condecorado por el rey Alfonso XIII y recibió la Cruz al Mérito Civil “por su labor de difusión de la cultura española”. No podrá nunca decirse que no somos un pueblo agradecido.
Uno de sus principales clientes fue el magnate de la prensa William Randolph Hearst, famoso por haber inspirado el Ciudadano Kane de Orson Welles. Hearst compraba tanto, y de forma tan compulsiva, que las antigüedades se le agolpaban en los almacenes que tenía al sur del Bronx. Las piedras del monasterio de Sacramenia (Segovia), desmanteladas por Byne, pasaron 26 años allí, arrinconadas en cajas, esperando a que Hearst se hiciera cargo de ellas.
Bien fuera por desinterés, o bien por los problemas económicos que atravesó el magnate tras el crash del 29, aquellas piedras acabaron siendo subastadas al mejor postor y ahora adornan una finca de Florida. Uno podría pensar que el interés de Hearst por comprar antigüedades españolas era debido a una especial devoción del magnate hacia nuestro país y, en ese caso, veríamos el expolio hasta con alegre resignación. Pero lo cierto es que Hearst nunca había demostrado demasiada simpatía por España; no en vano, fue el principal instigador de la Guerra de Cuba, en 1898, después del hundimiento del Maine.
Su afición por la compra de antigüedades, por lo tanto, solo puede explicarse del mismo modo que se explicaría la afición de J. P. Morgan por comprar sellitos cilíndricos babilónicos: tenían mucho, demasiado dinero.
El proceso de venta de Byne a Hearst era siempre parecido. Byne visitaba un monasterio en ruinas, convencía a las autoridades, mandaba después una fotografía a Hearst, los billetes cambiaban de manos, se embalaban las piedras y los ladrillos y después se enviaban en barco desde Valencia hasta Nueva York.
Así fue como llegó a Nueva York la verja de hierro de la catedral de Valladolid, que hoy separa las estancias dedicadas al arte medieval europeo en el Museo Metropolitan.
La reja era una de las piezas que Byne había comprado para Hearst, quien se limitó a dar el visto bueno. Sin embargo, la verja terminó apilada en los almacenes del empresario hasta que, en 1957, se procedió a la liquidación de sus bienes y el Metropolitan la adquirió en la subasta.
Imagino que la escena de la puja por los objetos de Hearst debió de ser similar a los minutos finales de Ciudadano Kane, cuando un grupo de personas despide a Kane en un almacén, rodeado de antigüedades y cajas. No sería muy descabellado imaginar que, mientras los operarios del Metropolitan sacaban la verja por el portalón principal del almacén, otros trabajadores estuvieran, al fondo, lanzando a las llamas un viejo trineo llamado Rosebud.