Cuando un río llega a su parte final, justo antes de morir en el mar, empieza a dar ciertos bandazos, esas curvas en las que va depositando todas esas cosas que ya no tiene fuerza de transportar y se van quedando depositadas en el cauce.
Sedimentos.
Los cauces no son permanentes, lo normal es que, a lo largo de los miles de años de vida de un río, vaya cambiando su trazada, dibujando nuevos caminos hacia el inexorable destino que les aguarda. Generalmente, este destino es, por definición, el mar. A veces, las menos, el destino será un lago, un estanque o cualquier receptáculo que embalse el agua, pero, en cualquier caso, todas estas opciones serán menos evocadoras para el agua que el ancho océano donde bandearse con libertad, algo así como Mi agüita amarilla de Los Toreros Muertos.
En la mayoría de los casos, los ríos mueren o se funden con otro río más grande que les acompaña al mismo destino: Mar y muerte, disolución entre todos los otros ríos que se evaporan, junto a mi agüita amarilla y vuelven a empezar, pero transformados en otra entidad.
Los meandros, esos que, el río, cuando cambia de criterio, pendiente o estación, abandona. Cambia de ruta y deja un rastro de piedrecillas, polvo depositado y algún que otro Rolling Stone (cantos rodados) en su otrora cauce, ahora solo restos de depósito donde ni pastan las vacas.
Del mismo modo, las carreteras nacionales de los países son sustituidas por autopistas, que pasan cerca, pero, en general, no exactamente encima de las originales. Si pasan, no son autopistas, son técnicamente carreteras desdobladas y es igual, pero no es lo mismo.
Cuando se genera un nuevo camino, como estelas en la mar (Machado escribió y Serrat, muy bien, cantó), surgen los nuevos servicios y la carretera antigua no desaparece, pero se muere. Poco a poco. A veces se hace mítica, como en la peli de Pixar, donde los viejos coches reciben con sus ruedas abiertas a los nuevos visitantes.
Otras veces, las más, solo languidece poco a poco hasta la muerte definitiva. No hay ni piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii como en las series de médicos, solo que cada vez pasa menos gente, cada vez hay menos menús, cada vez menos gasolina y lo de cambiar una rueda, ya no le pasa ni a Luigi el de Cars. Y si pasa alguien con una urgencia e intenta resolverla en el taller a pie de la carretera de toda la vida, el aburrido dueño, solo podrá decir: lo siento, ya no me quedan neumatischi…
Nos acostumbramos a ir de A a B, por la autovía más directa y solo sales de ella si tienes que echar gasolina impepinablemente y no te queda más remedio porque te acabas de pasar la zona de servicios. Casi parece que te has salido del país. Te alejas 1,5 km de la “AP” principal y aparece ante ti, el valle de la muerte de El Colorado: No hay ni perros vagabundos. Restos oxidados de donde hubo una estación de servicio y al lado una fonda en la que ya no paran ni los camioneros adictos a los bares de luces. Si está abierta es porque el dueño no ha tenido donde huir.
Te invade un mal rollo de esa nostalgia que sabes que deberías sentir, pero que no te sale, porque ni era tu pueblo, ni eran tus amigos y no te toca la patata, pero por ahí, has pasado y el olor a muerto no tiene gracia ni cuando lo contaban los de Martes y Trece.
A estas alturas del artículo, los que se hayan leído mis anteriores escritos pensarán que me ha invadido la melancolía (y como los Celtas, te tenía que hablar).
Pues no.
Resulta que la metáfora me ha venido sola: salir de la autopista y meterse en la nacional y ver en mi mente los 600, los 1500, la tortilla de patatas y los coches con ventanilla bajada ha sido la primera parte de la visión. La otra, menos nostálgica y más hacia el futuro es la que me ha empujado a escribir estas líneas sobre la ruta que lleva el sector y que nos acota la digitalización de todos los procesos.
Pesado me pongo, ya lo sé, con el futuro automotriz, pero es que del mismo modo que el dueño de la gasolinera que vivía del paso hacía la playa de los españoles de los años 60 y no se dio cuenta de que el nuevo trazado era su sentencia de muerte. Con la misma esperanza de que, al fin y al cabo, “no será tan grave” mira la red al futuro de la marca: Seré agente, pero no será tan malo.
Al fin y al cabo, la marca nos ha apretado, pero nos ha dejado vivir y hasta aquí hemos llegado y que hacemos ahora si tengo ya la pezuña pegada. “Y si la cosa se tuerce, pues nos cogemo’ y nos vamos pa´l pueblo”.
Desgraciadamente, en los meandros de la automoción, se van a quedar muchos concesionarios, muchos agentes, muchos compraventas y muchos profesionales.
Los de la red, por supuesto, una vez que sean convertidos en meros entregadores, pero también los de las marcas, que sin concesionarios a los que facturar y con procesos digitales guiados desde las diversas centrales, carecemos de valor añadido.
Así que me temo que no solo yo, sino la mayoría de los profesionales del sector, se está meandro encima y todavía no se ha dado ni cuenta.