
Esperanza, 2022 edition

Si fuera el Gadgetrón de antaño, el que exudaba vitriolo en cada sardónico comentario, me daría un auténtico festín. Que si Ómicron (pobre alfabeto, tan triste destino), que si la crisis de los antibióticos, que si la de los conductores (los de al volante y los de silicio), que si la luz, que si el precio del barril de crudo. Pero, ¿saben qué? No. No lo saben.
Cómo lo van a saber.
Me voy a poner personal, porque la cosa es que lo hice ya públicamente y no me importa hacerlo dadas las circunstancias. El verano pasado, allá por junio, enfermé de Covid. Y luego me pasé un mes en la UCI, que si me iba, que si no me iba. Sucedió. Y fui afortunado. Tras un mes en el filo de la navaja, una traqueotomía, muchas pesadillas y un santoral en mis cuidadores sanitarios, sobreviví.
Así de crudo. Así de cierto.
Hoy, según dicen mis neumólogos, mis pulmones vuelven a ser como los de cualquiera de ustedes (¡de los que no fumen!). Pulmones sanos, pulmones que insuflan el siguiente aliento. Y el siguiente. Y el siguiente.
Pulmones que me llevan del presente al futuro para poder revivir, cuando la vida me da un respiro, lo más bello del pasado. Mi hijo, por ejemplo. Mi hijo. Al que no vi durante el mes exiliado allí, en la UCI, donde te juegas el partido de tu vida.
Supongo que mis médicos, celadores y enfermeras sanaron algo más que mi cuerpo este verano. A ver, para qué mentirles, yo no soy así. Quiero decir que en cada tribuna nosotros les dejamos ver una faceta que también tiene mucho de circense. A fin de cuentas, el que se pasa por aquí, hojea una página y decide quedarse un rato en estas líneas, debe de recibir algo a cambio. Uno de mis profesores de máster de El País, el añorado Miguel Ángel Bastenier, el que nos pedía que miráramos si había moros en la costa en los pasillos de Miguel Yuste 40 antes de encenderse uno de esos cigarrillos que le daban la vida (aunque se la quitaran), nos dijo una vez que una buena historia debe de tener una de las tres Des para merecer ser publicada: Drama, Dinero o Diversión.
Si tiene las tres, estamos hablando de un portento. Si no tiene ni una, de algo que, efectivamente, no debería estar en negro sobre blanco.
Aquí, en la medida que alcanzan mis talentos, hemos apostado a menudo por la De de Diversión. La ironía es divertida, lo sabemos bien. Hablando en plata, la mala hostia. La faceta que siempre he elegido para ustedes es esa. Hojear lo más destacado de la actualidad tecnológica y ofrecerles mi versión ácida de los hechos.
No digo que esa no vaya a ser la tónica en el futuro. Pero en este primer artículo del año, después de todo lo que he pasado, después de todo lo que hemos pasado y seguimos pasando, mi columna no podía ser un escarnio del metaverso o un epitafio socarrón sobre todos esos miserables tras las grandes farmacéuticas y las al menos medio millón de muertes por los opiáceos.
No, no puedo ir por ahí.
No debo ir por ahí.
No quiero ir por ahí.
Verán, esto de la esperanza es una cosa compleja cuando uno se informa. Yo me horroricé bastante cuando me asomé a la crisis de los antibióticos. Cuando periodistas reputados hablan con fuentes reputadas y te dicen que, en cuestión de años, un padre (como yo), puede llevar a su hijo (como el mío), por un rasguño en una pierna que no ha curado bien y que le digan que no se puede “hacer nada por él”, pues me estremezco. Me estremezco también cada vez que me informo sobre la crisis ecológica (es el problema de leer tanto The Guardian; sin muros de pago, por cierto). ¿Qué futuro le estamos legando a nuestros hijos? ¿Habrá futuro?
Pero luego pienso que eso es lo fácil.
Pienso en el discurso que más me ha conmovido jamás, la de Ursula K. Le Guin, cuando dijo, durante la ceremonia del National Book Award, que los creadores del mundo deberían, es más, tenían la responsabilidad de imaginar mundos mejores, no de refocilarse en las tinieblas de estos tiempos. Los tiempos de distopía deberían, en la naturaleza pendular del arte, generar utopía; no más miseria.
Por eso en este 2022 me siento obligado a decirles que es posible. Es posible tener esperanza. Lo digo como el concepto más amplio, holístico, poniéndonos estupendos, posible. Piensen en dónde estábamos hace siglos y dónde estamos ahora.
Piénsenlo fríamente durante algunos minutos y déjense abrumar por la respuesta. Es cierto que ese progreso fue fecundo solo para los de siempre (entre los que nos contamos), pero no podemos dejar de maravillarnos, hoy más que nunca, con milagros llamados democracia o salud y educación pública. Si logramos todo esto en el margen de un siglo, hay que confiar, porque si no enloqueceremos, en que podremos mantenerlo muchos más.
Habrá remiendos, recaídas y desgracias; pero no habrá holocausto. No soy nada supersticioso y no creo en las profecías. Pero sí creo en las autocumplidas. Si uno se imagina así mismo despeñándose, al final se cae por un barranco. Lo he visto muchas veces. Seguro que ustedes también lo han visto. Pero lo mismo puede decirse de si uno se visualiza escalando una montaña. Si mantiene esa imagen, en lo más duro del ascenso, ahí será que podrá coronar la cima.
Así que mis deberes para ustedes, en este arranque del año, es ese ejercicio de visualización, como el que hace un Rafa Nadal al vuelo para corregir algo que va mal en un partido. Véanse a ustedes, a los que quieren, a los que querrán, a los que quisieron y visualicen dónde quieren ver todo ello, lo pasado, lo presente y lo futuro, en un par de décadas. Conjuren esa imagen y traten de preservarla en el ámbar de la memoria. Y recurran a ella esos días en los que todo parece una cuesta arriba interminable.
Porque lo típìco es decir que las cosas siempre pueden ir a peor. Pero lo realmente valioso es decir lo contrario. Exige voluntad y fe (con o sin deidad, a gusto de cada uno).
Yo les invito, desde el final de mi columna (al fin de vuelta) a que firmen este pacto por la Esperanza, 2022 edition.
Como cualquier petición on-line, cuanto más firmemos, más oportunidades habrá de que pase del mundo de las ideas al de las realidades.