Incluso los no iniciados en el noble arte de la arquitectura reconocen a Sir Norman Foster como una de las grandes personalidades de la cultura de nuestra época, autor de infinidad de proyectos entre que los que podemos destacar, por quedarnos solo con tres, la ampliación del Reichstag en Berlín, la madrileña Torre Cepsa y la remodelación en curso del Salón de Reinos del Museo del Prado, también en Madrid.
Para los amantes de los coches, el arquitecto de Manchester es además uno de los hombres más envidiados del mundo: rara es la joya automovilística con la que no ha posado para Instagram, todo un filón para esa legión de quemados, o —aún peor— que Foster no guarde para disfrute propio en su garaje.
Esta viva pasión por todo lo que tenga ruedas —a sus 88 años, el artista aún se deja ver también pedaleando aquí y allá— está en el origen de la exposición Motion. Autos, Art, Architecture, que pudo verse en el Guggenheim Bilbao el pasado año, en lo que constituye una de las muestras principales que programó el museo para conmemorar los 25 años de su fundación.
Desarrollada en colaboración con la Norman Foster Foundation y comisariada por el arquitecto en persona, Motion propone un diálogo entre el diseño industrial, que el automóvil ha llevado a sus cotas más altas, y las disciplinas artísticas. Para explorar la relación entre esa criatura contemporánea llamada coche con la historia del arte y el diseño del siglo pasado se han reunido en la segunda planta del Guggenheim, ocupada al completo por la exposición, un total de 38 modelos emblemáticos y raramente vistos, además de otras 300 piezas de las que comúnmente se califican de artísticas sin más explicaciones.
Hablamos de pinturas y esculturas de grandes artistas como Brancusi, Calder o Warhol, fotografías y documentos audiovisuales, cuadernos de bocetos y maquetas de algunos de los arquitectos y diseñadores más influyentes de la última centuria, como Le Corbusier o Frank Lloyd Wright. Una parte de las obras procede de la colección personal de la familia Foster, y junto a ellas se expone una larga serie de préstamos institucionales y privados provenientes de colecciones europeas y estadounidenses.
Sir Norman ha llevado a cabo una cuidadosa selección de los modelos y dibujos de automóviles, arte y arquitectura más importantes de los últimos 140 años con el ánimo de mostrar cómo los artistas y diseñadores moldean —y a su vez son moldeados— por una de las maquinarias de diseño industrial más poderosas que existen hoy: la automoción. La muestra reconoce el coche como creación artística y contextualiza su desarrollo dentro de la evolución de las nociones estéticas y los avances tecnológicos contemporáneos.
Ciñéndose a un criterio cronológico convenientemente laxo, el arquitecto británico dedica cada una de las galerías a un momento histórico particular o un tema en el que la intersección del automóvil con el diseño industrial, el arte y la arquitectura resultan más claramente perceptibles. Todo arranca, por supuesto, en el momento en que el coche rescata a las ciudades o poblaciones de cierto tamaño del hedor y las enfermedades que provocaban los carros tirados por caballos, algo que pocas veces se recuerda, y termina en la actual era del cambio climático, con ese mismo vehículo convertido en el villano contaminante de nuestras urbes.
En la exposición asistimos a dos transformaciones clave de aquellos primeros carruajes sin caballos, o más bien con caballos de distinta naturaleza, esto es, de vapor. Por un lado, los vehículos personalizados al gusto del cliente debieron adaptarse a la producción en serie, un proceso que se enmarca en la concepción del movimiento desarrollada a finales del siglo XIX bajo la influencia de las nuevas tecnologías de la fotografía y el cine.
La configuración del coche evolucionó de su primitivo aspecto anguloso, poco diferente al de una caja con ruedas, a estilizadas formas aerodinámicas a las que ayudaron el empleo de túneles de viento y de tecnologías procedentes de la aviación, junto con las nociones de estilo y moda dominantes en las primeras décadas del XX.
Ya solo restaba un paso para que nacieran verdaderas esculturas en movimiento como el Type 57 Atlantic de 1938, de Jean Bugatti, que se exhibe en el Guggenheim Bilbao en el mismo espacio que su equivalente en escultura, la Figura reclinada (1956-62) de Henry Moore.
Foster acostumbra a subrayar la relación de simbiosis que advierte entre las formas de ciertos edificios y las de los vehículos con los que gusta de fotografiarse. En Motion muestra que tanto los automóviles como la escultura celebran las cualidades abstractas orgánicas derivadas de la figura humana y la naturaleza, al igual que sucede en una de las máximas expresiones del arte en movimiento: los móviles de Alexander Calder y, en concreto, su obra Le 31 Janvier (1951), que sobrevuela la sala donde puede contemplarse, además del Bugatti y el Moore, otro monumento rodante como es el Delahaye 165 de 1939.
En un movimiento circular que no deja de sorprender, el vehículo de gasolina se impuso al caballo (animal), a la máquina de vapor y al coche eléctrico, que lo antecedió varias décadas —aunque hoy parezca a los legos el no va más en tecnología— y ahora vuelve por sus fueros y para quedarse. Ya en 1900, el Volkswagen Phaeton presente en la exposición montaba un motor eléctrico en el cubo de cada una de sus ruedas, un concepto que sería considerado revolucionario décadas más tarde cuando se incorporó en el primer vehículo de la NASA que recorrió la superficie de la Luna.
Por supuesto, un firme defensor de la belleza sostenible, no solo en la arquitectura sino en todos los órdenes de la vida, como Foster dedica un espacio destacado de la muestra a los desafíos sociales y ambientales de la movilidad de hoy. Para ello invitó a 15 escuelas de diseño y arquitectura de todo el mundo a formular respuestas a retos actuales tan apremiantes como la congestión urbana, la escasez de recursos, la calidad del aire y las necesidades de transporte personal masivo.
Las propuestas de la más joven generación de estudiantes de dichos centros se recogen en una sala con el epígrafe de Futuro que comprende maquetas, audiovisuales, visualizaciones 3D, dibujos, escritos y conjeturas de toda índole sobre lo que nos depara el mañana. En otra estancia se retratan los intentos de la posguerra mundial de motorizar a las empobrecidas poblaciones europeas mediante un vehículo sencillo, fiable y asequible, lo que vino a conocerse como un coche del pueblo. En el empeño figuraron el Volkswagen Escarabajo, wrappeado en la muestra por el artista búlgaro Christo, el Renault 4 y otras criaturas tan modestas como prácticas. En el extremo opuesto, la extensión de las competiciones de motor dio lugar a un mercado de modelos deportivos que hoy seduce a millones de personas, el propio Foster el primero.
Para la ocasión ha hecho llevar a Bilbao maravillas como el Aston Martin DB5 de James Bond en Goldfinger, el Ferrari 250 GTO de Nick Mason, batería de Pink Floyd y también ávido coleccionista de coches, el Jaguar E-Type, conocido como zapatilla, y el Mercedes-Benz 300 SL, alas de gaviota, junto al que el arquitecto tiene una extensa serie de fotos en Instagram. A mediados del siglo pasado, el mundo estaba listo para la aparición en escena de varios artistas y diseñadores que indagaban en formas cada vez más radicales y aerodinámicas. Los vehículos visionarios resultantes llegaron incluso a beber en fuentes como la aviación, de la que tomaron la turbina, y la tecnología nuclear.
En la sala dedicada a estos monstruitos, el visitante puede ver el célebre coche Dymaxion de Buckminster Fuller, maestro de Foster, y también obras futuristas como la sugerente Formas únicas de continuidad en el espacio (1913), de Umberto Boccioni.
Motion pone sobre el tapete la incómoda relación entre el arte y el automóvil, para unos generador de riqueza y libertad y para otros símbolo del consumismo y de cosas peores.
En ningún otro lugar del mundo se ha sentido esta contradicción de manera tan cruda como en Estados Unidos, donde el coche ha dado forma a la economía, el paisaje y la cultura popular en grado sumo, como muestran las serigrafías de Edward Ruscha seleccionadas por Foster.
Quien se acerque a Bilbao este verano no puede perderse la colección de muscle cars reunidos en el museo ni las interminables aletas traseras de los modelos estadounidenses de los años 50. También son dignas de interés las actividades especiales englobadas en el proyecto Didaktika, que, pensadas para los más pequeños, hacen un repaso a los vehículos de la exposición a través de siluetas minimalistas inscritas en una línea de tiempo.
Los más frikis de los coches saldrán con una sonrisa aún mayor porque la visita termina con una estimulante experiencia de sonido ideada por Nick Mason. En ella se puede escuchar el rugido —y también el traqueteo— de los automóviles más legendarios, un sonido al que pronto sucederá el silencio de los coches eléctricos.