Se llamaba Ursula K. Le Guin y firmó muchas de las obras más atrevidas, complejas y brillantes de la literatura de ciencia ficción. Bueno, siendo realmente justos, de la literatura sin apellidos. En una de sus últimas intervenciones públicas, Le Guin pidió a los escritores que se dejaran ya de distopías y empezaran a imaginar futuros mejores, y no peores, para nuestra sociedad presente.
Hace apenas unos días, mientras merodeaba por ese templo pagano de la transformación digital que es el Mobile World Congress, rescaté, entre el marasmo de mensajes publicitarios tan brillantes como hueros, una reflexión realmente interesante al italiano Vittorio Colao, CEO del Grupo Vodafone. Tal reflexión se resumía en un par de frases: “Todos los años digo lo mismo, que soy optimista respecto al futuro. Pero este año lo soy aún más”. Lo que seguía a esta declaración no era ese mero intercambio de sonrisas y buenos deseos que siempre acompañan a burócratas y negociantes en los grandes actos, sino un análisis cabal de las posibilidades reales de que los nuevos paradigmas tecnológicos tengan un impacto real y benigno en cómo vivimos.
Pero al mismo tiempo que Colao nos hacía pensar en un futuro brillante, en ese triste campo de batalla que es la Barcelona de hoy, teníamos que aguantar al Mefistófeles tuitero, el amigo Donald Trump, diciendo que él no se habría quedado congelado y acobardado como el policía que fue incapaz de enfrentarse al asesino de Florida. Según Trump, él se hubiera enfrentado a este joven de 19 años alienado con las manos desnudas.
Lo peor ya no es el nulo respeto que tal peligroso bufón tiene por una hecatombe como esta; lo peor es que hay muchos estadounidenses que lo creen. Como se creía a Hitler decir que los judíos eran origen y fin de todos los males en Alemania.
¿Así que donde estamos? ¿Nos acercamos al 1984 de Orwell, al no-pensar y la homogeneidad ovejera de toda la ciudadanía mundial? ¿O en realidad nos estamos deslizando, sin percatarnos, a una de esas utopías que nos pedía imaginar Le Guin a todos los escritores contemporáneos?
Lo cierto es que hay argumentos que sostienen ambas visiones. El desastre climático pesa, desde luego, para pensar en distopías orwellianas a medio e incluso a corto plazo. Personajes como Trump, que piensan en responder ciberataques con bombas atómicas, también. Pero al mismo tiempo que tenemos a estos tipos, no deja de ser menos cierto que se percibe un cambio generacional en los multimillonarios. Elon Musk, Marck Zuckerberg y por supuesto el gran instigador de este movimiento, Bill Gates, parecen genuinamente preocupados e implicados en buscar los métodos para tumbar la desigualdad mundial y lograr un futuro mejor.
Creo que ya les conté esta anécdota una vez, pero suelo revivirla porque fue un momento transformador para mí el escucharlo. En una conferencia patrocinada por el BBVA, uno de los asesores económicos de Obama se atrevió a arrancar su conferencia con una imagen de Star Trek y una pregunta extravagante: “¿Recuerdan que alguna vez el Capitán Kirk sacara alguna vez la cartera para pagar algo?”. La conferencia prosiguió formulando una idea colosal, la tal vez cercana muerte de la necesidad del dinero y por tanto la muerte también de la desigualdad social que crea su existencia.
Una de las máximas de la actualidad informativa es que las malas noticias interesan más que las buenas.
Esto implica que los medios siempre tenderán a publicar sesgos negativos sobre la visión del mundo en vez de positivos. Por un lado está muy bien, porque el cuarto poder debe ser la salvaguarda de una visión crítica y neutral de la realidad que habitamos. Pero por otro lado crea ese velo de pesimismo que tal vez no siempre sea el acertado. Si se informa mucho menos de todo lo bueno que pasa en el mundo en oposición a las muchas desgracias que ocurren, siempre parecerá que el mundo va a peor.
Volvamos de esa digresión al periodismo a una visión más global y tecnológica. Pongamos un paradigma que nos viene al dedillo en esta cabecera: el coche autónomo y conectado. La idea me la visualizó Magnus Jern, CIO de MDI durante el inefable Mobile World Congress: “Digamos que cuando se despliegue el 5G, un niño cruza una calle sin mirar. El primer coche que lo ve comunica al que viene atrás lo que ha pasado instantáneamente. Y el de atrás al de atrás. Todos frenan”. ¿A que aquí ven de una manera clarísima e inmediata el despliegue de tecnología punta?
Lo que es más difícil de aprehender es el comportamiento holístico, es decir, ser capaz de abarcar en una mirada panorámica la puñetera (con perdón) transformación digital. Poco a poco, y gracias a centenares de entrevistas, esta pluma va atisbando ese ente en su conjunto.
Y sí, está asediado por miles de problemas, especialmente relativos a la madre del cordero cuando de esfuerzo colectivo humano hablamos: la falta de consenso. La falta de consenso es lo que hace potencialmente letal al Internet de las Cosas (IoT). La falta de consenso es lo que permite que un tipo como Trump pueda tener éxito en poner fin a la neutralidad de la red. La falta de consenso establece una competición desigual entre ciudades y países. Pero, a pesar de este grave punto ciego, el organismo en su conjunto promete, porque por primera vez parece posible adquirir una visión de conjunto —agitando en la coctelera el big data, el machine learning, el blockchain y el IoT— que nos permita comprender qué impactos tiene la actividad humana y cómo podemos hacerla eficiente y sostenible. Entonces, ¿Qué? ¿Orwell o Le Guin? ¿Esperanza o desespero? Es, evidentemente, una decisión individual ver el vaso medio lleno o medio vacío. Pero lo que tal vez no sea tan evidente es que de esa visión individual, como de los titulares pesimistas, emerge una visión colectiva del mundo con un sesgo concreto.
Así que si usted no es un misántropo o un psicópata que quiere gozar, como el Joker, con ver cómo arde el mundo, lo tiene fácil. Infórmese, divulgue y aplique una visión optimista sobre qué podríamos lograr como colectivo en esta oportunidad digital que a todos nos afecta. Si rema para un futuro mejor, otros remarán también. Y remando se llega a Ítaca.