La única, de hecho, que puede competir con su otro éxito de verbenas: Tengo un tractor amarillo. Aunque eran de un pueblito asturiano (Trubia), Zapato veloz entendió que los gallegos lanzados a la conquista lejos del hogar tenían bastantes más probabilidades de calar en la cultura pop que los asturianos. Así se destaparon con una canción inolvidable, Pandeirada sideral, conocida universalmente por su estribillo: Hay un gallego en la Luna-Luna.
Ahora, un par de décadas después, nuestro nuevo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha decidido que los ministros también tienen derecho a ser lunáticos… Esto, perdón, selenitas. Incluso aunque no sean gallegos. Incluso aunque hayan nacido en esa ciudad de retales de España que es Madrid. El caso es que lo valgan. Y que hayan estado en la Luna.
O casi.
Nuevo flashback al pasado. José Luis Rodríguez Zapatero, en la fatídica segunda legislatura, la de la crisis, tomaba una decisión para los libros de historia. Crear una nueva carpeta ministerial bajo el nombre de Ciencia e Innovación, desligando ambos conceptos tanto de Educación como (y sobre todo) de Economía. No era, desde luego, un mero brindis al sol, sino un intento, frustrado en cuanto Mariano Rajoy accedió a la Moncloa en la décima legislatura de la democracia, por equiparar al menos sobre el papel a España con otras potencias del I+D+i mundial. Creando este ministerio, Zapatero aspiraba a generar una sinergia, que es clave, entre la investigación en ciencia base y su aplicación práctica. Es lo que genera monstruos como Stanford o Silicon Valley. Es lo que permite, a día de hoy, enriquecer un país.
Ha tenido que volver el PSOE para que el ministerio de Ciencia e Innovación, reabsorbido por el PP en la cartera de Economía, vuelva a respirar. Con un apellido más; el ministerio se denomina ahora de Ciencia, Innovación y Universidades, subrayando más si cabe cuál es la necesaria sinergia entre esas abstracciones.
Y para dirigir el timón, lo llevamos anticipando mucho ya, el ministro (casi) en la Luna. El laureado astronauta, ingeniero aeronáutico y miembro de la Real Academia de la Ingeniería Pedro Francisco Duque Duque. Toma ya.
Hay un evidente paralelismo entre el nombramiento de Duque y el menos espectacular pero igualmente rotundo que hizo Zapatero allá por 2008. Zapatero eligió a Cristina Garmendia, bióloga de prestigio sin afiliación política. Sánchez ha elegido a Duque, figura mediática, pero también primera espada en los tres campos que le toca ahora dirigir.
El mensaje que quiere lanzar el socialismo, y que a mí desde luego me estremece de gozo, es que un puesto así de clave, del que puede depender el futuro de todo un país, no puede ocuparlo un político sin más. La persona que ostente el cargo, además de tener unas capacidades comunicativas (se supone) extraordinarias, ha de ser un profundo conocedor de las glorias y penurias del sistema universitario español. E, idealmente, como en el caso de Duque, ha de tener experiencia en la innovación más puntera y ya como plus un reconocimiento y contactos en la esfera internacional de la ciencia. Todo eso (y más) lo cumple Pedro Duque.
Pasada la emoción del nombramiento, me decidí a sumergirme en las palabras de nuestro ministro. En parte porque ya barruntaba esta columna y en parte porque cuando depositamos grandes esperanzas en alguien conviene conocerlo lo mejor posible, no vaya a ser que algo huela a podrido en Dinamarca. O en Ana Rosa. ¡Ejem! El caso es que Duque había escrito unos cuántos artículos en El País.
La mayoría eran sus crónicas diarias en el transbordador Discovery, la mediática misión que narró para España al detalle desde las alturas, muy cerca de la Luna. Pero había uno con un titular tan profético que acaparó poderosamente mi atención: Invertir en ciencia… por nuestros hijos. Ni más ni menos que una carta abierta escrita al diario en 2012. Cómo no pinchar.
La cosa no puede empezar mejor. Duque, que seguro que ha leído a Asimov, Sagan o Clarke, sabe perfectamente que aquel que pretenda hablar de ciencia y excelencia más le vale resultar atractivo de primeras, o se lo despachará con sonoros bostezos e indiferencia bóvida.
Duque arranca hablando de la leyenda de José y el Faraón, aquella que comienza con un sueño inquietante del regente de Egipto: siete vacas gordas emergen de las aguas del Nilo; luego, siete vacas flacas; las flacas devoran a las gordas; y siguen igual de flacas. José interpreta esto con inteligencia bíblica; cómo no. Las siete primeras vacas eran años de bonanza agrícola. Las siete siguientes, de escasez.
El consejo político para evitar la debacle estaba claro: guardar el excedente durante los buenos tiempos para que los malos pasen de malos a pasables.
José se ganó un virreinato y Duque, mi completa atención a su breve y rotundo texto. Hay fragmento que les quiero reproducir íntegro, porque es para enmarcar:
“Los presupuestos de una familia, de una empresa o de las Administraciones públicas tienen dos grandes capítulos donde emplean los fondos: gasto e inversión […]. Si hablamos de los presupuestos públicos, se podría decir que el gasto lo hacemos para nosotros y la inversión la hacemos para nuestros hijos. Creo obvio que la educación primaria, la universitaria, la promoción de la ciencia y la de la tecnología son inversiones porque se pueden esperar razonablemente de ellas rendimientos futuros. Veo con mucha preocupación que se trate estas partidas como si fueran gastos. Una escuela de calidad es la garantía de que los mejores talentos se desarrollarán y producirán una generación de científicos y tecnólogos dentro de 10 o 20 años. La Universidad accesible a todos, según sus méritos y su esfuerzo, asegura la continuidad de este proceso para dentro de cinco o 10 años […].”
Nunca sabemos qué nos deparará el futuro. Es lo puñetero que tiene el concepto en sí, que no hay manera de escapar a las dudas que encierra, a lo imprevisible e huidizo de su naturaleza. Pero si queremos obrar como José (el de la Biblia, no Zapatero), vendría bien atesorar a un ministro así, yerre lo que yerre (siempre que lo haga desde la honestidad), para ver si es capaz de llevarnos de los malos tiempos a los buenos. Al menos, ahora tenemos esperanza. Veremos si Duque es capaz de subirnos a lomos de ella a la Luna.
O casi.