Corría el 16 de abril de 1856 cuando 55 naciones suscribían un acuerdo redactado por Gran Bretaña y Francia para quitar el parche del ojo a Europa. Desde entonces, y de manera definitiva, quedaban anuladas las patentes de corso. Esto es, la piratería volvía a ser sinónimo de criminalidad pagada, por los gobiernos, con la máxima dureza.
Siglo y pico después, la Comisión Europea —con bastante división: 348 votos a favor, 274 en contra— ha aprobado un tratado similar para unos piratas bien diferentes, en el océano que marca nuestro presente y futuro: el inefable Internet. Dos artículos centrar el tiro de toda la polémica que ha desatado este último andar por libre de Europa en materia de legislación digital.
El artículo 15, que deja en manos de los medios de comunicación, como esta revista, cobrarle o no a alguien por citar, lo cual puede terminar por hundir la precariedad de la información en la que vivimos inmerso. Imagínense el agosto para las fake news si nadie se atreve a citar fuentes por miedo a que éstas le pidan a uno pasta.
El artículo 17, que es lo más parecido a ese fin de las patentes de corso y que iguala a todos los internautas, a usted y yo, con un concepto jurídico disparatado.
En cuanto entre en vigor esta normativa, si se aplica con dureza, todos seremos presuntos culpables. Es más, se carga la responsabilidad sobre las plataformas de contenidos de gestionar un imposible: detectar quién viola los derechos de autor de los circulantes por su espacio. Ergo, se va a tener que tirar de bots y similares. Ergo, se eliminará mucho contenido que no debería ser eliminado.
Todo esto arrastra de fondo el concepto de pirata digital, de caradura que consume cultura e información sin pasar por caja. Pues bien, déjenme decirles algo: les habla uno de esos piratas. Uno de los gordos, además; uno de los que tiene teras y teras y teras de documentales, pelis, libros, tebeos y videojuegos preservados en sus discos duros. Y da la casualidad de que este pirata, este caradura, lleva invertida una porción de su patrimonio en la compra de bienes culturales equivalentes a varios cientos de españoles medios. Sin ser rico ni nada parecido.
¿Menuda paradoja, no?
Pues no. Internet está concebida para ser así y debe ser así. Un océano libre, sin fronteras, aranceles o peajes. Un lugar que es encrucijada de corrientes de información que inundan de conocimiento hasta el rincón más remoto del planeta. ¿Tiene un lado oscuro tanta libertad? Claro que lo tiene. Ese lado oscuro es la Deep Web, donde se pueden perpetrar los crímenes más horrendos con impunidad. Ese lado oscuro es la industria del porno amateur y su conexión con la esclavitud sexual y la explotación de menores.
Imagínense el agosto para las ‘fake news’ si nadie se atreve a citar fuentes por miedo a que éstas le pidan una pasta
Ese lado oscuro es la facilidad para la especulación que da un organismo económico omnipotente. Pero aun con todas esas tinieblas, es la mayor revolución de la historia de la humanidad. Y lo seguirá siendo siempre que se preserve su salvaje y anárquica naturaleza.
He sido un ferviente defensor, desde que tengo consciencia política, de la posición moral del Viejo Continente en lo que concierne a la protección de los derechos civiles, fueran del tipo que fueren.
Creo que Europa es, frente a la voracidad capitalista de Estados Unidos y ya no digamos de China, un oasis que permite a sus ciudadanos gozar de una salud democrática y social inimaginable en otras latitudes. Creo también que es la única región del mundo con el coraje suficiente como para tratar de contener y menguar el inmenso poder que están adquiriendo las compañías tecnológicas punteras: los Google, Amazon, Apple y Tencent del mundo.
Pero también creo que a veces derrapamos, que nos creemos en exceso nuestra posición beligerante. Y creo que, cuando se dan esos derrapes, podemos cometer estupideces cósmicas. Estupideces que generan efectos colaterales impredecibles.
Apretar tanto como pretende apretar esta ley del copyright, sumado a los muros de pago que quieren erigir los medios, en un enfoque similar a lo que estila el modelo streaming de Netflix y compañía, nos puede condenar a una virulencia de la desinformación como no hemos vivido jamás. El internauta, así en general, tiende a ser un animal perezoso, porque está acostumbrado a teclear algo en Wikipedia o en sus medios de referencia y recibir la información en un instante.
Si capamos esta facilidad porque dichos medios no pueden acceder a algo tan básico como es la cita sin pagar, nos estamos asomando al abismo.
Llevo siendo un profesional de la información más de 15 años y me aterran las consecuencias que pueden tener el 15 y el 17 para mí, para la calidad que ofrezco a mis lectores. Aparte de mis fuentes propias, como todo divulgador que se precie, la lectura de obras y artículos ajenos para poder dar, con calidad, un elemento informativo fundamental como es el contexto, peligra sin la posibilidad de citar, libremente, a colegas y medios del sector. Todo sabemos cómo funciona esto. Basta que haya una chispa, una primera demanda por citar sin pagar, y se irá todo al garete.
Mi única esperanza, porque la directiva se ha aprobado ya, es que todos los actores integrantes, de los medios a los gobiernos y el poder judicial, hagan la vista gorda ante esta decisión estúpida, que surge de una imagen populista y distorsionada que se tiene de los internautas como entes que consumen, consumen, consumen y jamás pagan, en un eterno banquete de contenidos. Llevamos conviviendo con armas atómicas capaces de destruir la Tierra varias decenas de veces.
Y la Tierra sigue girando.
Espero que esta bomba H para la calidad y rigor periodístico, para el flujo enriquecedor de ideas, sea tan felizmente ignorada como lo han sido las otras.
Porque sus efectos, si bien menos visibles, pueden ser igualmente devastadores. Recuerden a Vox, Le Pen y compañía. Cuanto menos informados tenemos a nuestros ciudadanos, más medran.
Decisiones así son un tiro en el pie y una bandeja de plata para que los populistas tengan más orejas atentas a su discurso. Espero, de verdad lo espero, que no seamos tan idiotas.