Hoy a hablar un poco de mí y un poco de la gentrificación. Yo soy un friki; podría decirse incluso que un omnifriki; un tío que devora literatura, tebeos, videojuegos, películas y series con una predilección (aunque mi gusto no conoce horizontes) por aquello que doña Ursula (LeGuin) llamó “realismo de una realidad más amplia”. Esto es: imaginación.
Cuando yo era chaval, a mis doce, trece, dieciséis… ser friki era un estigma. Tal vez no un estigma a la americana, como para que te metieran la cabeza en el váter (aunque de todo he visto); pero desde luego sí como para que tu grupito de amigos con intereses comunes tuviera su propia parcela, aislada de las demás, en los patios de recreo. Ser friki no era una enfermedad (en general), pero sí desde luego una rareza.
Algo que te separaba del resto de adolescentes que buscaban encajar y te convertía, sí o sí, en una pieza del puzle que sobra.
Ser friki era también un oasis de calma; una safe-zone, que dirían los yanquis, en la que encontrarse a uno mismo. Solo o con amigos (frikis), uno podía hallar en su friquerío todo lo que un oasis debe ser: soledad, reflexión, silencio. Aprendiéndose de memoria la composición de viñetas de Alan Moore o coleccionando lágrimas bajo la lluvia del Roy Batty de Blade Runner, uno hallaba su descanso del guerrero de esa realidad que siempre nos chilla, seamos frikis o no, sus mil mensajes contradictorios.
Pues bien, esa era se ha acabado. Lo friki ya no es una rareza. Lo friki es un elemento más de eso que llamamos cultura de masas: mainstream. Lo friki se ha domesticado; puede que para siempre.
Hay una escena mítica de Los Simpsons en la que un Bart adulto, bastante quinqui, ejerce de asesor para la presidenta de Estados Unidos: evidentemente la repipi (y friki) de su hermana: Lisa. El caso es que hay un momento del episodio brillante en el que las principales naciones del mundo se reúnen con Lisa para apretarle las tuercas por la ingente deuda exterior que ha acumulado el país (la misma que tiene en nuestro mundo de carne y hueso). Bart salva el día con su actitud chill-out y tiene una respuesta brillante al “¡Paguen ahola, ahola!” del líder chino.
“Tío, China antes molaba”. A lo que China contesta, compungida: “China sigue molando. ¡Paguen luego, luego!”.Qué maravillosos son (eran) Los Simpsons.
Titulo esta columna Darth Vader, antes molabas —podría haberla titulado también El joven aprendiz de friki, en homenaje a Sabina— porque me siento cada vez más cercado por la asfixia del mainstream. Sé que no solo me pasa a mí y que es una percepción general de los que somos frikis.
Lo friki se ha invadido de una masa de gente que se ha subido al carro de la moda porque es el carro de la moda; no porque le importe; no porque fuera un oasis.
¿Resultado? La gentrificación.
Esto es, el desplazamiento de los habitantes originales de una zona por unos extranjeros hambrientos de sol y playa. O, en este caso, de magos y dragones. Y, por efecto de esta gentrificación, el goteante exilio de su afición de aquellos que pertenecían a esa patria.
Es un tópico decir que cuanto más ruidosa y poblada está una fiesta, más solo uno se siente.
Pero es un tópico muy cierto.
La gentrificación de lo friki, la marabunta de gente obsesionada por el Fortnite, Juego de Tronos o los superhéroes de Marvel provoca que los frikis de siempre, los que estábamos aquí por pasión y no por moda, nos sintamos asediados. Por un lado ese asedio se explica en términos antropológicos por el miedo atávico al extraño; esto es, cuerda para los de nuestro clan, palo para todos los demás. Pero hay otras razones más profundas, pensemos no en ellas, que cimentan nuestra preocupación.
La moda de lo friki, como todas las modas, es una burbuja. Hoy lo peta, mañana es como la lepra. “Tú antes molabas, China”. Esa hinchazón artificial de un disfrute cultural —lo friki es hoy lo predominante en todos los sectores culturales— va a provocar (es como la gravedad, pasará) una crisis agudísima de todo el multiverso friki. Porque, cuando deje de molar, desaparecerá el dinero. Pero, mientras mola, lo que desaparecen son las apuestas medianas, comedidas, de lo friki. Las auténticas, por así decirlo. El ruido de los propulsores de Iron Man o los rugidos de Viserion apagan cualquier otra propuesta. Se busca lo que lo pete a lo bestia.
Se apuesta a muerte por ello (los mil millones de dólares de Amazon para el universo de Tolkien) y, cuando pase lo inevitable, la bajona, si te he visto ni me acuerdo.
Y allí, cuando eso ocurra y los resorts del friquerío queden baldíos y a la intemperie, volveremos los auténticos frikis, barbados y sedientos, ansiosos de recuperar nuestra Ítaca arrebatada por ese feroz monstruo de millones de rostros que navega de hashtag en hashtag.
Tan poderoso como banal.