miércoles 19, marzo, 2025

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El Gadgetrón: Aquellos malditos sindicatos

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Ángel Sucasas
Ángel Sucasas
Editor de Tecnología en el periódico EL PAÍS y colaborador en medios como The Objective y JotDown, Ángel Sucasas es un experto consolidado en analizar todas las tendencias actuales del universo puntocom. Amante de los videojuegos e impulsor de muchos de ellos, goza de una capacidad única para extraer y exponer al lector conclusiones sencillas y consejos accesibles sobre los complejos planteamientos en los que interactúa la sociedad con la tecnología. Actualmente compagina sus labores periodísticas y como escritor (ya ha publicado hasta tres novelas de ficción) con las de director narrativo de videojuegos en Tequila Works y como diseñador en Mercury Steam. Y sí, efectivamente: es un genio. Discreto y educado, pero genio a fin de cuentas.

En una de las escenas más relevantes de la película del año, la ganadora del Óscar a la Mejor Película (y Mejor Directora y Mejor Actriz) Nomadland, vemos a una Francis McDormand como empleada de Amazon.

 

 

No hay trampa ni cartón en la cinta de Chloé Zhao, por más que uno se pueda hacer preguntas morales cuando la misma Zhao trabaja para Disney, otro megagigante industrial.

 

 

Pero lo cierto es que esa escena existe y vemos cómo se realiza la paquetería de Amazon; Zhao confesó que fue la propia multinacional la que le dejó rodar allí. Es verdad, como han aseverado algunas punzantes plumas como la de Wilfred Chan en Vulture, que Zhao no se atreve (como sí hacía el libro en el que se basa) a recoger testimonios específicos a las condiciones laborales del gigante.

 

 

 

Pero viendo el contexto de miseria general que retrata la película —yo aquí sí creo que Zhao mira con la suficiente limpieza como para que no veamos a estos nómadas como un ideal de vida en libertad, sino como gente anciana a la que la sociedad ha dejado en la cuneta— la extrapolación es evidente: ¿Quién trabaja en las grandes naves de paquetería de Amazon? Quien no tiene otro salvavidas con el que flotar.

 

 

 

Ahora, y cuando digo ahora es ahora, se está librando una feroz batalla por la sindicalización de los trabajadores de Amazon. La más feroz en librarla es la propia Amazon. Ha bombardeado, según recogen diversos testimonios en las principales cabeceras internacionales, por tierra, mar y aire a su inmensa plantilla (más de 650.000 empleados en todo el mundo) para que se posicionen contra los sindicatos.

 

 

Ha llegado a crear una web (DoItWithoutDues.com), que no es de acceso público, para evangelizar a sus trabajadores de lo malo que es sindicarse.

 

 

 

Pero en un vídeo filtrado por Gizmodo allá por agosto de 2018, dirigido a los líderes de equipo de las compañías, se decían clarinete las razones por las que Amazon no quiere sindicatos: “No creemos que los sindicatos propicien lo que más conviene a nuestros consumidores, accionistas o, lo más importante, asociados. Nuestro modelo de negocio se basa en la velocidad, la innovación y una obsesión con el cliente, cosas que generalmente no se asocian con un sindicato. Cuando perdemos de vista esas áreas críticas, ponemos en peligro la seguridad laboral de todos: la mía, la tuya y la de los asociados”.

 

 

No hace falta poner negritas para darse cuenta de dónde está el meollo de la cuestión para la multinacional.

 

 

 

En paralelo a esta agresiva táctica del gigante, los trabajadores no están poniendo la otra mejilla. A los titulares de The Guardian llegaron rostros como el de Christian Smalls, afroamericano de 32 años que, tras el despido de la compañía, intentó levantar una campaña de crowdfunding (a través de GoFundMe) para conseguir un sindicato exclusivamente de trabajadores del gigante.

 

 

 

La cantidad que Smalls pedía se dobló (de 5.000 a 10.000 dólares), pero no hace falta especificar lo ridícula que es para mantener un sindicato que realmente pueda luchar para representar a sus trabajadores. Pero a pesar de este fracaso, Smalls ha logrado una gran presencia mediática por un tremendo descuido de Amazon. Se filtró que la compañía había tenido una reunión de brainstorming en el que uno de sus ejecutivos se destapó con esta frase sobre Smalls: “No es un tío inteligente o articulado y, mientras la prensa decida enfocar la batalla como un él contra nosotros, tendremos una posición de PR (imagen mediática) mucho más poderosa que simplemente explicando por enésima vez cómo estamos intentando proteger a los trabajadores”.

 

 

 

 

Christian Smalls. FOTOGRAFÍA DE LUIGI MORRIS
Christian Smalls. FOTOGRAFÍA DE LUIGI MORRIS

 

 

 

 

Cabe decir que Smalls fue despedido de Amazon, supuestamente, por burlar los protocolos de seguridad anti-Covid.

 

 

Y cabe decir que nada menos que la abogada general del estado de Nueva York, Laetitia James, ha denunciado a Amazon por despido improcedente, alegando que en realidad la compañía echó a Smalls por justo lo contrario: por hablar en voz alta de los problemas de seguridad relacionados al covid. En dicha denuncia, dos empleados de recursos humanos de la empresa aseveran que el despido de Smalls “no se sentía justificado”.

 

 

Pero, ¿por qué sucede esto con las grandes tecnológicas? ¿Por qué fue celebrado casi como milagro la noticia de que los trabajadores de Google, en el comienzo de este año, han logrado sindicalizarse? Esta humilde pluma cree que los motivos apuntan a la naturaleza perversa, por definición, de estas megaempresas.

 

 

Nunca han existido gigantes económicos como los jumbos tech del presente.

 

 

Da igual que hablemos de la China Tencent, de Amazon, de Google o de Facebook. Su poder económico es tal que se pueden permitir soñar con lo que los empresarios de la primera revolución industrial llevaban a la práctica: esclavizar su mano de obra. Pero esta esclavitud, que se extiende a los múltiples sectores que abarcan estas empresas, pasando por los dos que me dan de comer a mí (el audiovisual, sea en cine o videojuegos y el periodismo), está difusa.

 

 

Evidentemente hay unos accionistas y ejecutivos y salas de juntas donde todo se decide. Pero dichas figuras son cromos intercambiables; son, así mismo, piezas de un poder mucho más deshumanizado y temible. Los logos de dichas marcas.

 

 

¿No se preguntan por qué en la era de Netflix ha disminuido radicalmente el culto a los creadores? Les están arrebatando poder a manos llenas, por más que anuncios como el fichaje de tal o cual estrella nos deslumbre de la verdad.

 

 

 

 

FOTOGRAFÍA DE MANUEL ESTEBAN
FOTOGRAFÍA DE MANUEL ESTEBAN

 

 

 

Se habla de las series de Netflix, de Amazon o de HBO; o los videojuegos exclusivos de Sony, Microsoft o Nintendo (aunque en el caso de la compañía japonesa, hay MUCHO que matizar). Pero se arrebata al individuo, al que hace, en fin, el producto, la capacidad de representarse.

 

 

El temor de todos estos gigantes de silicio —en una ironía que haría sonreír al James Cameron de Terminator (del que hablaremos en próximas columnas) es a la Humanidad. Quieren que todo rostro desaparezca entre producto y cliente, sin importar en gran medida de cuáles productos o clientes estemos hablando.

 

 

Quieren vivir en un mundo eterno de números en verde englobados en unas pocas letras pegadizas. Lo quieren incluso al margen de los humanos que los dirigen. Es, por así decirlo, la gravedad, en términos físicos, del ente económico.

 

 

Pero la veda se ha abierto. Y, si los rostros tras Google pudieron, otros podrán. 

 

 

 

 

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