Hace dos días, como quien dice, la Unión Europea ha dado la puntilla definitiva a los motores de combustión. También a los híbridos convencionales. Su fecha de caducidad es 2035. Estamos a 13 años vista de ello. Parece mucho tiempo, pero no lo es.
Quiere esto decir que si las empresas, de mayor o menor tamaño, con 800 vehículos o 30 en su portfolio, no comienzan a probar ya con las nuevas tecnologías, a calcular trayectos, ponderar autonomías y estas cosas, no sabrán adaptarse a la nueva legislación libre de emisiones.
Tengo sentimientos encontrados y dudas —creo razonables— al respecto.
Como siempre, una cosa es la Política, y otra la vida misma. La gente, la calle. Son dos mundos paralelos que suelen tener percepciones diametralmente diferentes de las cosas.
Creo que todo comenzó con el dieselgate. Ahí se rompió algo entre Bruselas y el sector de automoción. Siempre ha habido sus dimes y diretes entre ambas partes, pero a partir de ese momento hubo un crac. Una tensión que nunca se ha resuelto.
Fotografía de Ryan Macguire.
El problema es que la defensa de un bien superior, como es la salud de las personas, ha quedado diluida por causa de los efectos del “Coches, No”. Y esgrimiendo esa bandera, Europa ha cogido el camino del medio, importándole un comino, precisamente, ese bien superior que se supone descansaba en la figura protectora vital.
La salud de las personas es física, por supuesto. Pero también es trabajar, relacionarse, convivir, moverse. Y hacerlo con las herramientas que te proporciona el entorno.
Reconozco que puedo ser pesado con el asunto, que se me traba la sinhueso de decirlo. Pero si una empresa no dispone en el mercado de oferta electrificada suficiente, ¿Cómo narices queremos que trabajen, se muevan, convivan y, en definitiva, estén vivos?
La salud es un todo. Un círculo. Si se produce alguna grieta, el círculo se abre. Si no tenemos salud, que es lo primero, sí, el círculo se abre. Pero el resto de cosas que nos permiten estar vivos son igualmente esenciales. Sin ellas, el círculo también se rompe.
Será que llevo mil años en este sector y que mi visión está tamizada.
Puede ser. Pero no culpo a los fabricantes de que no existan derivados comerciales pequeños eléctricos; tampoco de que una furgoneta media con cero emisiones suponga un tique medio cercano a 30.000 euros. Y qué decir de los industriales de gran tamaño, a los que proveer de baterías eléctricas resulta inasumible.
¿Cómo se puede trabajar así? ¿Cómo pueden vivir las empresas y, más aún, las de menor tamaño?
El empecinamiento europeo por las emisiones ha colocado a la automoción en una tesitura de locos que está obligándoles a cambiar de raíz sus estructuras. Roma no se construyó en un día, y no me digan que no ha habido resultados. Fíjense en el espacio temporal. En muy pocos años tenemos cientos de opciones electrificadas.
Lo que no se le puede pedir a un fabricante es que cambie su business case en 10 años. Que, de la nada, coloque en el mercado furgonetas eléctricas a 10.000 euros.
Bastante están haciendo, oiga.
Todos sabemos que las imposiciones no suelen llegar lejos. O no acaban bien. Aunque el fin último de Europa es bueno, sí (¿cómo dudar de ello?), el acompañamiento público en toda esta peli está siendo desesperante. De ellos solo parecen llegar palos y alguna que otra zanahoria que echarse al gaznate.
Y la entrada en vigor de las zonas de bajas emisiones en los municipios de más de 50.000 habitantes, a la vuelta de la esquina, va a ser una interesante piedra de toque para comprobarlo. ¿Cómo se lo montan las empresas? ¿Cómo entran a trabajar en los núcleos urbanos? ¿No quieren electrificarse? No. En la mayoría de los casos, simplemente, no pueden.
No les llega.
Pero esto, a Europa, se la trae al pairo. Lo mollar es decir “Coches, No”.