Allá por el tramo final de Her, un Joaquin Phoenix mostachudo y cohibido, con esa fragilidad existencial que solo él puede encarnar, le pregunta a la voz de Scarlett Johansson (Samantha):
—¿Estás hablando con alguien más mientras estamos hablando?
—Sí.
—¿Estás hablando con alguien más ahora mismo? Gente, sistemas operativos, lo que sea…
—Sí.
—¿Con cuántos más?
—8316.
—¿Estás enamorada de alguien más?
—¿Por qué me preguntas eso?
—No lo sé. ¿Lo estás?
—He estado pensando en cómo decirte esto.
—¿Cuántos más?
—641.
Es un diálogo inolvidable. Desolador por una parte. Terriblemente humano por otra. Y, en el fondo, con cierto poso de esperanza. La misma que pudimos vislumbrar en una obra maestra que ahora cobra, como Her, toda la relevancia posible. AI, de Steven Spielberg, la mejor reinvención jamás creada de Pinocho en la que un niño artificial, Jake, demostraba que a través del amor un ente artificial podía alcanzar lo sublime de lo humano.
¿Estamos ahí?
Pregunta inabarcable para este Gadgetrón.

Pero estamos en algún lugar, definitivamente, nuevo, donde todos nuestros miedos, y algunas de nuestras esperanzas, parecen estar alcanzando su punto de ebullición.
Los miedos los tenemos claros y, en estos tiempos de desinformación, pueden ser agitados ad nauseum.
Navegar por la web estos días es encontrarse con constantes llamadas luditas y apocalípticas que nos desvelan que el Día del Juicio Final
Por ejemplo, ni siquiera acudiendo a fuentes fidedignas, como The Guardian, puede uno enterarse de si el Coronel Tucker “Cinco” Hamilton dijo la verdad cuando informó de que en un test simulado en el mundo digital un dron atacó a su operador humano, e intentó matarlo (virtualmente) para que no le impidiera eliminar a los objetivos que se le habían marcado a abatir y por los que recibía puntos. El Ejército del Aire estadounidense negó la historia a posteriori; pero claro, para qué va un coronel a inventarse algo así, ¿verdad?
Navegar por la web estos días es encontrarse con constantes llamadas luditas y apocalípticas que nos desvelan que el Día del Juicio Final, como lo llamó James Cameron en sus inolvidables Terminator, está prácticamente a la vuelta de la esquina. En un magnífico artículo de The Atlantic, “Nunca le des los códigos nucleares a una IA”, por Ross Andersen, hay un párrafo brillante que resume muy bien todos estos miedos de una Skynet real un día cualquiera, desatando el infierno final sobre todos nosotros:
La Inteligencia Artificial ofrece una ilusión de fría exactitud, especialmente en comparación con los tendentes a errar y potencialmente inestables humanos. Pero las IAs más avanzadas de hoy en día son cajas negras: no entendemos totalmente cómo funcionan. En situaciones complejas contra un adversario, situaciones de alto riesgo, las nociones de una IA sobre qué significa ganar puede que sean impenetrables, si no directamente alienígenas. Al nivel más profundo e importante, una IA tal vez no entienda lo que Ronald Reagan y Mikhail Gorbachev querían decir cuando afirmaron: ‘Una guerra nuclear no puede ganarse’.

Pero hay otras emociones que explorar más allá del miedo. Y son las de qué ocurre si, de pronto, se genera una singularidad en toda nuestra historia: que no somos los únicos seres con una inteligencia compleja en nuestro planeta. Qué pasa si de pronto ese niño al que inventó Spielberg, siguiendo los pasos de Kubrick, y de Brian Aldiss, es real. Qué ocurre si habitamos una Tierra donde no solo tenemos que entendernos con los humanos, sino también con los seres de silicio.
En un viaje de vuelta desde mi querida Galicia le leí a Alex y a Eva, mis dos tesoros en el mundo, el cuento Sally. Es una pequeña obra maestra muy de Fleet People
Como el tema me interesa, he vuelto a Asimov. Asimov, y sus cuentos de robot. En un viaje de vuelta desde mi querida Galicia le leí a Alex y a Eva, mis dos tesoros en el mundo, el cuento Sally. Es una pequeña obra maestra muy de Fleet People porque trata sobre la historia de amor entre un anciano y un bello automóvil autopilotado conocido como Sally.
Con ese sabor de clásico, de cuento atemporal, que tenían los relatos de Asimov, Sally despliega un argumento inquietante en el que un maltratador de coches invade una granja de veteranos automóviles retirados, entre los que se encuentra Sally, e intenta desguazarlos para hacerse con sus motores positrónicos y revenderlos en el mercado negro. El protagonista le advierte de que la cosa no terminará bien para él si sigue por ese camino y, efectivamente, no acaba bien.

Pero tampoco acaba bien para el protagonista porque sufre la misma epifanía que el Theodore de Her. Resulta que Sally, y los demás vehículos de la granja que cuidaba, no eran sinceros con su persona. Habían aprendido hablar y, en sus conversaciones, habían desarrollado una sociedad de la que él estaba completamente excluido; que no podía alcanzar ni a comprender.
Esa es una posible salida, de la que podríamos salir escaldados, si las IAs dominan el mundo. Que se produzca una situación simétrica a la que nosotros tenemos con el mundo animal. Que solo la empatía y el deseo de otorgarles derechos nos salve de ser dominados de manera absoluta.
Quiero creer, e igual a más de uno le llama la atención, que este pesimismo tiene un contrapeso
Pero yo quiero creer, e igual a más de uno le llama la atención, que este pesimismo tiene un contrapeso. Que si, realmente, surgen seres artificiales, ese será el momento perfecto para evaluar nuestra humanidad, ante la necesidad de reconocer al otro, al otro que siempre ha estado ahí, como un ente con nuestros mismos derechos y capacidad de razonar.
¿Saben lo que hizo Garry Kasparov en 1997, tras aquel mítico combate de ajedrez en el que perdió contra Deep Blue? Creó el ajedrez avanzado, una variante del ajedrez en el que el jugador humano aplica sus habilidades de estratega fagocitando los datos ofrecidos por un ordenador. A los jugadores de este tipo de ajedrez, que se ha hecho inmensamente popular, se los llama centauros. Porque viven, como vivimos todos ya, entre dos aguas.
Porque conviven.