En los últimos meses hemos sido testigos de la evolución del coronavirus a medida que la involución humana se ha hecho cada vez más patente. Un retroceso en empatía, en solidaridad, en responsabilidad… No es una generalidad, pero tampoco un caso aislado.
Muchos sectores se están viendo vapuleados por ese síndrome bipolar, y uno de los peor parados es la hostelería. Con lo que nos gusta comer en este país, ¿verdad?
Claro que también nos va mucho zamparnos nuestras palabras. Yo nos veo por un lado como ese Doctor Jekyll —epidemiólogos, virólogos y sabelotólogos autotitulados— que sabe lo que se debe hacer. Y por el otro, mutamos abruptamente en Mister Hyde y hacemos lo opuesto. No vaya a ser que nuestro ocio se vea comprometido por esa cosa tonta llamada salud.
“No hay mayor libertad que la de poder trabajar, y a fuerza de vestirse de muros, provocan que las verjas de los restaurantes, tascas, cafeterías, discotecas, pubs y mesones, empiecen su lento gemir mientras caen al suelo”
Tras el verano y su sol cegador, el mundo empieza a dar pasos hacia atrás, volviendo lentamente hacia sus casas, cerrando la puerta al final. Y con el consiguiente pataleo. Porque sí, hay gente que se lleva las manos a la cabeza por desandar lo andado, “violan mis libertades fundamentales”, se les oye vociferar.
Creo que no hay mayor libertad que la de poder trabajar, y a fuerza de vestirse de muros, provocan que las verjas de los restaurantes, tascas, cafeterías, discotecas, pubs y mesones, empiecen su lento gemir mientras caen al suelo. El icónico Bar Melos de Lavapiés, en Madrid, es una muestra de ese pesar que arrastra al fondo a cada vez más familias y negocios.
Mujer con mascarilla médica blanca. Concepto de cuarentena del coronavirus. De Yalcin Sonat
La hostelería —que el pasado 13 de octubre celebró su Día, imagino que de soplar alguna vela, desearía una bocanada más de aire— es uno de los motores de la economía. Y se ha sabido amoldar a la nueva realidad adaptando sus negocios, acoplando las medidas sanitarias y velando por la seguridad del comensal para que su cocina siga con los fuegos encendidos.
Y aún con todo, los dedos acusadores han seguido apuntando hacia el sector y echando sobre sus espaldas la dura estampa de ser focos de contagio y escenarios de virus. Y aquí las Administraciones también tienen ese síndrome de Jekyll y Hyde: te apoyo pero te cierro, ahora te dejo abrir pero poco, te abro una calle pero condeno la acera de enfrente…
Eso sí, que jamás te impidan una cena de postín en la fiesta de un periódico. Ese aro común no es para que ellos pasen.
“Igual es que no te quieres enterar, pero si tanto te gusta salir de restaurantes, la única forma de que sigan abiertos para ti, es que mantengas una distancia de seguridad con la irresponsabilidad”
Viendo el percal, el problema no es lo que pasa dentro, sino lo que pasa fuera. La ignorancia, la temeridad, la falta de empatía o la estupidez asimilada es lo que está empujando a la hostelería al abismo. No pueden ponerte una copa en su barra pero sí puedes beberte una bodega en un banco.
No pueden abrir más allá de según qué hora pero tú puedes “abrirte” a otras ciudades aunque sepas que no debes. No pueden superar ciertos aforos pero tú puedes atiborrar tu minúsculo piso con gente que usa la mascarilla como posavasos, si eso.
Igual es que no te quieres enterar, pero si tanto te gusta salir de restaurantes, la única forma de que sigan abiertos para ti, es que mantengas una distancia de seguridad con la irresponsabilidad. La hostelería debe vivir por ellos y por nosotros. Así que, por favor, no le tosas encima.