Todo se soluciona con más sanciones, desmesuradas en la mayoría de los casos y desafinadas con el resto de la Unión Europea, y en el caso que nos ocupa con más penas de cárcel.
Nos referimos a la última iniciativa de un Gobierno que ha perdido mucho tiempo en esto de la seguridad vial, en decisiones de corto recorrido, sin atreverse a diseñar, por falta de capacidad o de redaños, una estrategia de seguridad creíble y efectiva de largo plazo, más allá de las campañas puntuales basadas en la sangre y desgracia de los accidentes o la persecución de los conductores para hacer caja, ya que, no hemos de olvidarlo, los ingresos por multas son un objetivo presupuestario de la DGT.
El Gobierno propone en su carrera de dislates relacionados con la seguridad vial incrementar las penas de cárcel para los conductores. Una medida vestida de intencionalidad política y de poco sentido común, porque el Código Penal español contiene herramientas suficientes para castigar a quienes cometen un delito y, además, causan una muerte. Qué necesidad hay de sobre actuar. Ninguna, desde luego, pero los políticos viven de una efímera teatralidad televisiva, lo que denota una deficiente inteligencia y una carente imaginación para afrontar los problemas de la seguridad a medio y largo plazo sin ceñirse cortoplacismo electoral.
En el asunto de los ciclistas, visto desde la doble perspectiva de automovilista y ciclista (quien les escribe es una y otra cosa), no es un problema circunscrito a los conductores de automóviles. Al ciclista se le permite casi todo, con una sorprendente impunidad, mientras el automovilista está sometido a un exigente escenario cargado de normas y sanciones.
Automóviles y bicicletas conviven sobre el asfalto, pero de una forma desigual. Cierto es que al ciclista se le debe protección por su debilidad ante un vehículo a motor, pero es oportuno exigirle unos mínimos para reducir los riesgos.
Veamos. Un ciclista conduce en este momento un vehículo no registrado (décadas atrás ,los ayuntamiento si tenían registrado el parque ciclista con una especie de matrícula) y sin seguro que cubra los riesgos propios del tráfico ciclista, entre los que se encuentra el atropello de peatones, lo que es cada vez más frecuente.
De la misma forma que a un conductor se le exige la utilización del cinturón de seguridad, a un ciclista no se le exige una vestimenta reflectante o suficientemente colorida para ser visto, de la misma manera que tampoco se exige la utilización de una iluminación de posición o la obligatoriedad de utilizar casco, al menos en territorios urbanos.
A los ciclistas, de igual manera que a los conductores, se les ha de exigir el resto a las normas. No vale saltarse los semáforos, lo que a un automovilistas le cuesta una fuerte sanción y pérdida de puntos del carné, y tampoco sirve cruzar los pasos de peatones sobre la bicicleta y a toda velocidad, por no seguir mencionando un sinfín de conductas urbanas que son invisibles para agentes y policías municipales.
En carretera, los agentes de la Guardia Civil son igualmente poco o nada rigurosos con el comportamiento anómalo de los ciclistas sobre un asfalto en el que la velocidad e los automóviles es muy superior a las limitaciones urbanas. La mayoría de los ciclistas son también conductores y saben muy bien de que aquí se plantea.
Llegados a este punto es hora de que el Gobierno haga realidad un incumplimiento reiterado en relación con la seguridad, una promesa que hacen todos los directores generales de Tráfico y que nunca llega. Me refiero a la educación/formación vial en las escuelas, en convertir esta materia en transversal/estructural para que en una década empecemos a tener peatones, ciclistas y conductores mejor formados y educados que hagan viable ese objetivo ahora tan políticamente sobado como es el de la ‘visión cero’.